La historia de la comunicación humana siempre tuvo algo de epopeya y algo de sainete. Pasamos del humo de las hogueras a la hoguera de los memes, del pregonero en la plaza al “reenviado muchas veces” en WhatsApp. Y, como en toda saga, nunca faltaron los héroes ni los monstruos. La novedad es que hoy, con la inteligencia artificial, ambas criaturas parecen habitar el mismo cuerpo. ¿Es varita mágica o caja de Pandora? ¿Cara o sello? La paradoja es que la moneda no deja de girar.
En un extremo luminoso, la IA democratiza la comunicación: traduce idiomas en segundos, sintetiza discursos, multiplica el alcance de una pequeña organización comunitaria hasta darle resonancia global. En el extremo sombrío, convierte lo humano en estadística, lo singular en patrón. Ironía cruel: la tecnología creada para acercarnos puede terminar alejándonos, como un megáfono que amplifica tanto la voz que ya nadie reconoce quién habla. Como una pantalla que absorbe, enajena y aleja en evidente muestra de que cercanía y proximidad no son lo mismo.
La comunicación social nunca fue inocente. Siempre se debatió entre verdad y propaganda, entre rumor y noticia, entre comunidad y manipulación. La IA no inventó estos dilemas; simplemente los hipertrofia. Si antes un líder podía embaucar a una plaza pública con un discurso, hoy un algoritmo manipula millones de conciencias con la precisión de un cirujano… o de un prestidigitador.
Estamos, quizás, frente a un espejo de feria: la IA refleja nuestras intenciones, pero deformadas y amplificadas. Puede magnificar lo mejor (campañas sociales que cruzan fronteras, voces marginadas que por fin encuentran eco, acceso a contenidos y soluciones que antes eran solo sueños e ilusiones que ahora son verdad con una frase bien hecha y un par de clics) y al mismo tiempo potenciar lo peor: odio viralizado, rumores convertidos en dogmas digitales, falsedades que se confunden con habilidad entre las verdades. La misma herramienta que abre caminos también cava trincheras.
Por eso la discusión no es si la IA es buena o mala, sino quién la usa y para qué. El cuchillo lo ilustra bien: en manos de un chef produce un banquete exquisito; en manos de un delincuente, un asalto; en manos de alguien común, apenas un almuerzo rápido para sobrevivir el día. El cuchillo, como el tubo, tampoco tuvo la culpa.
El verdadero reto está en nosotros: no delegar lo indelegable, no caer en el sedentarismo cognitivo, no acostumbrarnos a pensar que el algoritmo puede sustituir al criterio. La IA debería liberarnos del peso de las tareas mecánicas, para darnos tiempo de lo esencial: pensar más, pensar mejor, escuchar al otro, abrazar al hijo que ya no tiene que esperar a que sus padres terminen de hacer trabajos que una máquina puede resolver.
Porque, al final, el peligro no está en que las máquinas hablen demasiado, sino en que nosotros callemos. Y cuando eso ocurra, si la tentación de la procrastinación nos gana y en la comodidad del sedentarismo cognitivo lo permitimos, la comunicación social dejará de ser epopeya para convertirse en epitafio. Confiemos en que no será así y que lo humano seguirá siendo relevante.
*Profesor Asociado Escuela de Transformación Digital
Universidad Tecnológica de Bolívar