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Columna

¿Y tú cómo estás?

“A diez años de su partida, más que ausencia hay presencia. Está en las pequeñas cosas, en la nostalgia que se convierte en sonrisa...”.

César Angulo Arrieta

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El título de esta nota es una frase de la canción preferida de mi padre, interpretada por el Benny Moré: “Encantado de la vida”. La traigo a colación porque hoy, 30 de agosto de 2025, de haber seguido aquí con nosotros, mi padre Álvaro Angulo Bossa, más conocido como El Curro, estaría cumpliendo 90 años. Él mismo parecía intuir que no llegaría a esa edad, porque tenía esa rara capacidad de leer la vida como quien hojea un libro que ya conoce. Su último cumpleaños fue en 2015, cuando lo vimos bailar con mi mamá, lento y sereno, como si sus pasos fueran una despedida, una firma sutil sobre el piso, lo vi tocando las maracas con la misma sabiduría que dictó sus clases y emitió sentencias como magistrado.

Llevaba un año sin probar licor, cuidándose desde aquel paso por la UCI de 2014 y, aunque resistía con humor, en su silencio él ya sabía, sin tener ninguna enfermedad crónica, que estaba pronto a irse. Cuarenta y cinco días después de esa fiesta familiar, una crisis multisistémica se lo llevó. Había nacido en 1935 y su vida estuvo marcada por otra tragedia temprana: su padre murió en un accidente tan extraño como cruel, caído tras un disparo involuntario provocado por el salto de su perro haciendo tiros al blanco. Siete hijos quedaron a la deriva y encontraron en el abuelo Simón Bossa Pereira el refugio necesario. Al Curro esa ausencia del padre le hizo llorar más de una vez cuando era niño, pero también lo templó y lo volvió un hombre fuerte, carismático y querido en Cartagena.

Sus cuatro hijos y mi mamá lo recordamos. Sin discursos grandilocuentes, nos enseñó a vivir con dignidad, viendo su lucha como un león por nosotros. Yo recuerdo en el Colegio La Salle el miedo cuando entraba el Hermano Hermenegildo o el Hermano Emilio con la lista de los que ya llevaban dos meses de atraso en mensualidad. Hoy se llamaría bullying, entonces se llamaba realidad. En esas listas mi nombre alguna vez apareció y, sin embargo, con malabares y sacrificios, el Curro siempre hacía que el pupitre no quedara vacío. Esa mezcla de esfuerzo, ingenio y fe práctica es el legado más hondo que me queda.

A diez años de su partida, más que ausencia hay presencia. Está en las pequeñas cosas, en la nostalgia que se convierte en sonrisa, en la música de un baile que sigue vivo en la memoria. Hoy no se trata de llorar el tiempo que no alcanzó, sino de agradecer la vida que nos dio. Porque mi padre, El Curro, fue ese hombre que convirtió la carencia en fortaleza, que bailó hasta el final, y que hoy sopla 90 velas en nuestra memoria, velas que no apagan nada: encienden.

Y con unas lágrimas de añoranza que corren por mis mejillas, cierro esta nota…

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