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Columna

¿Y si pensar distinto fuera normal?

“La evolución no premia la justicia, premia la adaptación. No hay dos almas idénticas...”.

DIANA PAOLA NAVARRO

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Nos dicen que todos somos iguales. Suena bien. Reconforta. Pero si miramos con un poco más de atención —y algo de objetividad—, veremos que no es exactamente cierto.

No se trata de negar que todos merecemos los mismos derechos. Al contrario: esa convicción ética es la base de una sociedad civilizada. Pero desde una mirada biológica, evolutiva y hasta histórica, lo que realmente nos define como especie es la diferencia. La desigualdad en talentos, condiciones, entornos y estímulos no es una anomalía: es parte del diseño.

Yuval Noah Harari lo explica claramente en Sapiens: la biología no nos hizo iguales. La evolución no premia la justicia, premia la adaptación. No hay dos almas idénticas, ni talentos replicables. Cada ser humano nace en un contexto distinto, expuesto a estímulos únicos que moldean quién es y qué será. Lo que nos hace avanzar no es la uniformidad, sino la diversidad.

Y, sin embargo, hemos logrado cooperar. No porque estemos de acuerdo en todo, sino porque compartimos lo que Harari llama “órdenes imaginados”: constructos como la ley, la religión o los derechos humanos. No existen en la naturaleza; existen en nuestra capacidad de creer colectivamente en ellos y es esa aceptación lo que los hace reales. Precisamente es esa fe compartida la que nos permite convivir, incluso entre nuestras diferencias más profundas.

Pero en toda esa evolución, algo se ha roto. Hoy, pensar distinto es razón suficiente para ser considerado enemigo. Desde las Cruzadas hasta el conflicto entre Israel y Palestina, la historia está llena de guerras que no estallaron por recursos, sino por la incapacidad de aceptar la legitimidad del otro. El rechazo a lo diferente no solo es un error ético, también es un error evolutivo.

Y la cosa no termina ahí. Pues basta con seguir otro medio, ver otro titular o consumir otro tipo de contenido para que te etiqueten, te enfrenten, te cancelen. La polarización no es solo ideológica: es emocional. Los algoritmos entienden que la rabia engancha más que la razón.

Un estudio de MIT publicado en 2018 demostró que las noticias falsas que se compartían en Twitter eran 70% más que las verdaderas. El algoritmo amplifica lo incendiario y el humano que lo recibe lo replica. No nos puede sorprender entonces que la rabia colectiva se propague en redes sociales con semejante facilidad.

Y es que esto de creer todo lo que leemos en redes sociales no es nuevo. En 2016 se demostró que bots y trolls inundaron Twitter con mensajes, tanto a favor como en contra, durante el referéndum del Brexit y esa desinformación alimentó la división ideológica.

Al final, lo que realmente nos une no es pensar igual sino creer en el valor de convivir con quien piensa distinto. Debemos ser capaces de reconocer que el otro, aunque vea el mundo desde otro ángulo, puede aportar algo que yo no veo. Y por supuesto, (y lo he dicho antes en otros escritos) tener criterio para no dejarnos malinformar de forma deliberada.

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