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Columna

El odio, un hecho notorio

“Esa es la paradoja más desgarradora, que mientras el odio ostenta la calidad de hecho notorio, el amor carga con la sospecha...”.

Enrique Del Río González

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“Basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera”. Jean-Paul Sartre.

En derecho probatorio existe una figura denominada “hecho notorio”, la cual define a aquello que, por su fuerza expansiva, no necesita demostración dentro de un proceso judicial, porque está ahí, a la vista de todos, imponiéndose con una claridad tan rotunda que resulta indiscutible. Un hecho notorio es lo que todos saben, lo que todos sienten, lo que se palpa en el aire sin necesidad de que alguien lo enuncie o lo documente. Los códigos lo recogen como una excepción a la prueba, pues lo que es evidente para la sociedad no merece ser probado en estrados judiciales.

Si en las clases de derecho probatorio solemos enseñar que es notorio que el agua moja, que el sol aparece cada mañana por el oriente, que una pandemia paralizó al mundo entero, hoy deberíamos añadir un ejemplo más, mucho más humano y menos material, y es el odio. Este se ha convertido en un hecho notorio, porque no necesita ser acreditado, no requiere testigos y no admite discusión, ya que se impone como una verdad que atraviesa discursos, gestos, miradas y silencios.

Vivimos en una sociedad corroída por el rencor. Basta con observar los debates políticos convertidos en guerras personales o con abrir las redes sociales, convertidas en paredones de fusilamiento; es común transitar por la vida cotidiana y advertir cómo la primera reacción ante el desacuerdo es la rabia, el insulto, la ofensa. En términos jurídicos, como es notorio que el odio está generalizado, podríamos entender que se presume.

El amor, en cambio, pareciera ser la parte ausente del “libelo”, un hecho que debe probarse con rigor, porque ya no se presume. Cada acto de solidaridad o gesto de compasión parece tener que acreditarse como prueba extraordinaria, porque no corresponde a la normalidad social y esa es la paradoja más desgarradora, que mientras el odio ostenta la calidad de hecho notorio, el amor carga con la sospecha de inexistencia.

Este desequilibrio no es menor. Una sociedad que presume el odio y exige prueba del amor está destinada a deshumanizarse. La rabia se convierte en el lenguaje común, el amor, en cambio se vuelve excepción, se refugia en pequeños actos invisibles que no logran contrarrestar la magnitud del rencor generalizado.

Aun en medio de esta oscuridad, cabe preguntarse si el amor sigue siendo la única fuerza capaz de reconstruir lo que el odio destruye. Tal vez la gran tarea de nuestra época sea invertir esa ecuación, que el amor vuelva a ser notorio y que el odio, relegado a los márgenes, deba probarse como un hecho aislado. Por ahora, la realidad es otra, tristemente debemos reconocer que, en nuestra sociedad, odiar es un hecho notorio y que la polarización, sesgo, exclusión, muerte, vocabulario, inmisericordia, mentira, injuria, aporofobia... son el pan de cada día.

*Abogado.

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