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Columna

Imaginar el Caribe

“La isla de Cuba jugó un papel preponderante en la evolución de una identidad sonora latinoamericana...”.

Francisco Lequerica

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Establecida la travesía del Atlántico como vector cultural desde épocas coloniales, fueron forjándose sincretismos conceptuales que cobraron relevancia como paradigmas identitarios. Los géneros europeos, dominantes desde el barroco americano, se enriquecieron con nociones de origen africano a manos de intérpretes que custodiaban el bagaje cultural de su diáspora. Las hibridaciones musicales surgidas previamente de Al-Ándalus admitirían luego reinterpretaciones sucesivas, que desembocarían en el patrón rítmico más influyente del Nuevo Mundo: corchea con puntillo, semicorchea, dos corcheas, en compás binario. De esta horma, surgirían los ritmos progenitores de las realidades sonoras de América, como el tango congo, el maxixe, la habanera, la contradanza o el danzón, por mencionar apenas estos.

Por su posición geográfica y su condición colonial prolongada, la isla de Cuba jugó un papel preponderante en la evolución de una identidad sonora latinoamericana. Según Alejo Carpentier (quien fue músico antes de consagrarse a la literatura), la obra cimera de la incipiente esencia musical cubana fue la del compositor Manuel Saumell (1817‒70), cuyas muchas contradanzas coagularon en el papel un lenguaje que hasta entonces había sido en predominancia de difusión oral. La herramienta del solfeo, perfeccionado en Europa, permitía ahora decantar los ingredientes y someterlos al escrutinio y al análisis, facultando su evolución y su individuación.

En esta vena, el estadounidense Louis Moreau Gottschalk —influenciado por su contemporáneo Saumell— fue pionero en la exaltación de ritmos y temáticas afrodescendientes desde una perspectiva académica, siendo cruciales sus recitales por las Antillas y Sudamérica a partir de 1853. Gottschalk impulsó las carreras de músicos cubanos como José White e Ignacio Cervantes, y de la pianista venezolana Teresa Carreño. Estos lenguajes sedujeron pronto a los europeos, incorporándose a obras tan emblemáticas como la ópera ‘Carmen’ de Bizet, de 1875.

Por entonces, iniciando el virtuoso español Isaac Albéniz sus giras por Latinoamérica, Cuba era aún una colonia. Coincidiendo con el auge del nacionalismo musical, que impregnó la música académica a finales del XIX, la obra de Albéniz codificó —desde una estilización afín al costumbrismo y al Romanticismo tardío— una identidad nacional plural. En sus obras de salón, los aires populares, sujetos a técnicas compositivas académicas, cobran nueva vida y se erigen como referencias estéticas nacionales ante la música universal. El Caribe evocado por Albéniz emerge en las sutiles hemiolas (razones de 2 unidades métricas contra 3) de la última pieza de su ‘Suite Española No. 1’ de 1886, titulada ‘Cuba’, donde conviven —poco antes de la independencia— ambas orillas del océano en coherente ensoñación.

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