El viaje al Guainía desde Cartagena requirió pasar por Bogotá, Mitú, y luego en avioneta hasta una pista sin pavimento en la frontera con Brasil. Tras cruzar un río, llegamos a la Reserva Nacional Natural Puinawai, territorio de belleza única y majestuosa. La permanencia en tierra o el río implica pisar un país distinto, y solo desde el aire es posible entender que estás en medio de la selva. Conocí el territorio gracias a una expedición organizada por la Alianza Amazónica para la Reducción de los Impactos de la Minería del Oro (AARIMO), junto a Parques Nacionales, la Gobernación del Guainía y la Universidad de Cartagena. Uno de nuestros objetivos era evaluar la exposición a mercurio en la población.
El asombro inicial ante la exuberancia selvática empieza a desmoronarse después de dialogar con las comunidades y asomarse en su cultura. Las necesidades a las que por décadas han estado sometidas son abrumadoras. Si bien están aislados, olvidamos que son parientes de nuestros ancestros, con los mismos derechos a los que cualquier ciudadano colombiano tiene por Constitución. En esta entrega comparto mi percepción en materia de salud.
La mayoría de personas está afiliada a EPS, pero no sirve de mucho sin prestación del servicio. En comunidades, levemente organizadas en la lógica occidental, la salud es etérea, real en las bases de datos; es decir, el Estado paga, pero el servicio es exiguo. En ninguno de los sitios visitados encontré un promotor o auxiliar de salud permanente, y en el puesto de atención, las condiciones eran de precariedad extrema.
La visita coincidió con vacunación desde la Gobernación del Guainía, loable, pero no suficiente para un servicio de salud ligeramente decente. Una problemática recurrente son los accidentes. En un acto incomprensible, al amanecer, un niño cayó sobre un recipiente hirviendo. Recibió quemaduras de tercer grado. Inimaginable el desespero de los padres, y entre gestiones pudo ser trasladado a Mitú por la tarde, y a Bogotá al día siguiente. Dos días después murió -sin palabras adicionales-. Según nuestros datos de campo, la mayoría de madres ven morir al menos un hijo antes de la adolescencia, muchos por accidentes prevenibles o que podrían salvarse con personal paramédico.
El arribo a otra comunidad profundizó la sensación de abandono. Un brote general, probablemente Covid, mantuvo a los niños con fiebre, llorando sin consuelo, y a los adultos buscando en vano acetaminofén. Nadie llegó con medicamentos, tocó resignarse a que los síntomas cedieran.
Mientras inescrupulosos agitan banderas y hablan de guerra por islotes en el Amazonas, sus comunidades indígenas enfrentan la desatención crónica del Estado como si fueran invisibles. Urge dotarlas con personal de salud permanente, equipamiento, insumos básicos y la logística necesaria para salvar vidas.