comscore
Columna

Cómo reaprender el arte de conversar

“Escuchamos por rutina, no por deseo. Y cuando aparece un “cada quien con su verdad”, suena a cierre elegante, pero no deja entrar más aire".

ANTONIO SEGOVIA

Compartir

“El diálogo auténtico es el único camino humano hacia la verdad.” — Martin Buber.

La frase que mató la charla

Ayer charlaba con una amiga. Era uno de esos temas incómodos, los que remueven cosas que ni sabías que estaban ahí. Y justo cuando parecía que íbamos a tocar algo importante, me dice:

—Sumercé, para gustos y opiniones, los colores.

Lo soltó con esa sonrisa amable que también puede ser una pared. A mí, la verdad, me dolió un poco. No por la frase en sí, que ya está bastante sobada, sino porque sentí que me dejaba fuera. Como si de pronto se acabara el juego y yo no me hubiera enterado.

Le dije, intentando no sonar cargante:

—No quiero tener razón. Solo quiero pensar esto contigo, encontrar algo que podamos compartir. Aunque sea una mínima idea.

Pero no hubo caso. La conversación se fue desinflando, como un globo sin nudo.

¿Qué nos pasa cuando hablamos?

A veces parece que ya no conversamos, solo nos alternamos para hablar. Como si estuviéramos lanzando frases esperando puntos, no vínculos.

Mientras el otro habla, ya estamos preparando lo que diremos. Escuchamos por rutina, no por deseo. Y cuando aparece un “cada quien con su verdad”, suena a cierre elegante, pero no deja entrar más aire.

Queremos tener razón, claro. Y eso se mezcla con orgullo, impaciencia, miedo a quedar mal. Todo se complica. La charla pierde el alma y gana tensión. El espacio común se transforma en una cancha donde nadie mira al otro, solo se responde por reflejo.

Y eso que muchas veces empezamos con buena intención. Pero algo se descompone. En vez de entendernos, resistimos. Me ha pasado más de una vez.

Cuando el diálogo se convierte en otra cosa

Leí sobre el “ciclo coercitivo”, una trampa que parece conversación pero es enfrentamiento velado. Uno suelta una ironía, el otro responde con suficiencia. A veces usamos el humor como escudo, otras nos convertimos en jueces del otro. Y en ese vaivén, se pierde la conexión. Nadie cede. Nadie escucha. Solo nos cuidamos.

Y si aparece el personaje interno que yo llamo el profesaurio, ese que pontifica sin que nadie lo haya invitado, entonces se terminó lo que pudo ser charla.

Algunas cosas que me sirven (cuando me salen)

No soy filósofo, pero he encontrado ideas que me acompañan.

Sócrates hacía preguntas no para ganar, sino para buscar juntos. Gadamer hablaba de mezclar horizontes. No para rendirse, sino para ver más allá de lo propio. Buber proponía ver al otro no como obstáculo, sino como posibilidad. Freud señalaba que lo que no decimos también habla. Lacan pensaba que incluso nuestros errores revelan deseos.

En el arte lo veo también. En Doce hombres sin piedad, una voz pausada transforma un veredicto. En Lost in Translation, un gesto basta para construir intimidad. En El secreto de sus ojos, una conversación sobre fútbol esconde una historia de justicia y amor.

Qué hago cuando quiero hablar de verdad

Si siento que la conversación se empantana, intento reformular. No como quien traduce, sino como quien confirma: “¿Esto es lo que querías decir?”. Eso, a veces, calma las aguas.

Si noto tensión, propongo un respiro. No como huida, sino para no empeorar.

Buscar puntos en común, aunque sean pequeños, ayuda. Es como sentarse del mismo lado de la mesa.

Decir “puede que esté equivocado” con honestidad abre puertas. No es rendirse, es dejar de atacar.

Escuchar con todo el cuerpo también cambia cosas. Con los ojos, con los silencios. No siempre me sale, pero cuando ocurre, se siente diferente.

Observarme también sirve. Ver cuándo interrumpo, cuándo quiero tener la última palabra, cuándo explico más de la cuenta. A veces lo anoto, a veces solo lo reconozco.

Y aprendí a respirar distinto. Una respiración que no esquiva lo incómodo, que reconoce el momento. Que suelta el control y la urgencia de tener razón. Es otra forma de estar presente.

¿Y si nos dejamos transformar?

Las charlas que más me marcaron no fueron las que resolvieron algo, sino las que me abrieron una inquietud. No porque el otro tuviera toda la razón, sino porque me dejó pensando distinto.

Cuando soltamos la necesidad de convencer, se abre un espacio nuevo. No perfecto, pero sincero. A veces no se entiende todo, ni es necesario. Lo que importa es que algo real sucedió.

Una buena conversación puede cambiarte. No por lo que enseña, sino por lo que remueve. Por lo que despierta.

Epílogo: cruzar el puente

García Márquez decía que la vida no es lo que uno vivió, sino cómo lo recuerda y lo cuenta. Quizá con las charlas pase lo mismo.

No importa tanto lo que se dijo. Importa lo que quedó resonando.

Hablar bien no es caminar en línea recta. Es cruzar un puente de cuerda entre dos orillas móviles. A veces da vértigo. A veces parece que no llega a destino. Pero si lo cruzamos, tal vez encontremos a alguien que también estaba buscando.

No se trata de ganar. Se trata de estar. De mirar sin máscaras. De dejar que las palabras, incluso las torpes, encuentren su lugar.

En este tiempo donde todo parece polarizar, conversar con apertura es un pequeño acto de rebeldía. No hace falta llegar a conclusiones. A veces basta con compartir una pregunta, una duda, o ese silencio raro que dice más que muchas frases bien hechas.

Únete a nuestro canal de WhatsApp
Reciba noticias de EU en Google News