Es cierto que estamos en una sociedad enferma. Tantas cosas. Utilizar el hambre como arma de guerra. Atacar los centros de ayuda o atención. Dar de baja a periodistas, médicos, fotógrafos, poetas. Destrozar el alma. Y lo más horroroso, asesinar el futuro, cortar la infancia, matar la fantasía, y que el bosque de bellos animales se reduzca a un campo de batalla que huele a polvo, metal y sangre. Convertir a padres en mutilados, o llorones devastados, incapaces de brindar algo de alegría. Hermanos heridos, o perdidos, sonrisas que no se volverán a ver.
Y hay más. Enfermos de poder liderando estrategias de destrucción, conflictos, devastación. Diciendo payasadas que no dan risa por la capacidad y el poder de ejecutarse y cambiar el status quo, malo de por sí, hacia otro peor.
Pero no quiero hablar de esos enfermos. Hoy hablo de los otros: de quienes llevan la enfermedad en el cuerpo. De quienes necesitan salud para vivir. De quienes esperan, no un milagro, sino la atención que la ciencia, la tecnología y la humanidad deberían brindar como derecho básico.
Pienso en los médicos que han estudiado y se han sacrificado tanto para ahora trabajar en medio de circunstancias tan desoladoras. Pienso también en quienes enferman y, al hacerlo, entran a un sistema que les exige paciencia en lugar de alivio. Y solo puedo decir, ¡hagamos algo! No puede ser que un digno servicio de salud sea un bien escaso y costoso, solo asequible para los ricos.
Hace poco entré a un hospital. Diez años atrás, me estremeció ver los pasillos repletos de dolencias expuestas y gritos contenidos. Entonces, quise creer que mejoraríamos. Que ese lugar —con su buena tecnología y excelentes profesionales— lograría ofrecer algo distinto. Pero no. Hoy está peor. Exponencialmente peor.
La percepción del deterioro en la prestación de los servicios de salud en Colombia, en general, es alta, desde hace un tiempo y cada día está más sustentada.
No tenemos un sistema de salud digno. Tenemos que cruzar los dedos para no enfermarnos, porque el verdadero sufrimiento no empieza con el dolor, sino con el suplicio de intentar ser atendido.
Cientos de pacientes observan a un médico pasar, como si fuera un espejismo. No es falta de vocación, es falta de camas, de tiempo, de recursos, de manos, de ojos. A veces, ni una mirada reciben.
Los pasillos del hospital son laberintos de lamentos. Y en ellos se instala la angustia, luego el estrés, después la resignación que llega como una lápida de la dignidad. No es aceptación, es ira, desespero, frustración contenida, guardada en algún lugar del alma, que un día saldrá inesperadamente, y no será cordial, ni buena para nadie. No será pacífico. No será justo. Pero será inevitable.
Este es un clamor. Por la dignidad. Por la salud como derecho y bien colectivo, no un lujo individual. Porque estamos enfermos, sí. Pero aún podemos sanar.