Desde “pelao”, siempre me ha parecido absurdo que en Colombia el presidente tenga solo cuatro años para gobernar. Cuatro años apenas alcanzan para calentar el puesto, recibir en agosto la Nación con lo que ese año ya gastó el mandatario saliente y, de seguro, dejando un sinnúmero de obras inconclusas. En este gobierno, además, se han pasado todo el tiempo es en redes sociales, en vez de terminar las obras prometidas en campaña en las que muchos creyeron.
De niño pensaba que esa duración de cuatro años tan breve era porque España nos había querido dejar así, embolatados y sin orden para cumplirle al pueblo en tan poco tiempo. Como si nos hubieran dicho: “Bueno, ya son libres… pero no se acostumbren mucho al poder, que eso da ideas raras”. Aunque con el tiempo entendí que la idea detrás de estos cortos mandatos era noble: evitar que dictadores disfrazados de salvadores se quedaran en el poder. El problema es que, en la práctica, lo que se impide es que alguien termine bien un solo proyecto de país sin que el siguiente lo destruya con tijeras ideológicas.
En la época de Uribe y Santos se rompió el paradigma del cuatrienio. Con el primero, muchos fuimos felices, escuchando el ruido de tractores pavimentando en vez que el de fusiles intimidando. Y justo cuando había que consolidar, ¡pum! Se fue Uribe, llegó Santos y nos vendió la paz como si fuera un dos por uno en supermercado. ¿El resultado? Las Farc se “disolvieron” en papeles, pero en los mapas se multiplicaron como la verdolaga o el desaparecido cadillo.
Y ahora, con Petro al mando, la realidad nacional parece una mezcla entre curso básico de marxismo y espectáculo de improvisación. La economía va como nado de perro chiquito; estamos medio bien en algunos aspectos, como el dólar y la inflación, pero no gracias a él, sino a la “mano invisible, en nuestro caso, mágica”, de Adam Smith. El orden público está en modo “sálvese quien pueda” y, encima, algunos ya murmuran la palabra prohibida: constituyente. Pero no una buena, técnica y con consenso; no, una hecha a imagen del Gobierno, para asegurarse de que el mandato, como los discursos eternos, queden perennes.
Honestamente, si algún día se piensa una constituyente, debería hacerse cuando tengamos un gobierno serio, de centro o derecha, con vocación de país, no de panfleto. Uno que no convoque para perpetuarse, sino para arreglar lo que tantos años de esparadrapo han dejado.
Porque sí: Colombia necesita continuidad. Políticas que duren lo suficiente para ver frutos, no solo promesas. Pero eso no se logra extendiendo gobiernos defectuosos, sino eligiendo bien desde un principio. Lo que está en juego no es la reelección ni el modelo: es nuestra esperanza de no convertirnos en la próxima novela bolivariana, esa… sin final feliz.
Fugit irreparabile tempus.