Vivimos tiempos inquietantes. Alrededor del mundo, incluso en democracias consolidadas, se observa una creciente erosión de las libertades civiles, una preocupante normalización de la desigualdad política y económica, y flagrantes violaciones a los derechos humanos. Estos retrocesos se alimentan, en parte, de un deterioro de los valores que sostienen la convivencia democrática: la deliberación ciudadana bien informada, la igualdad política y el cuidado de la vida. Pero, además, la emergencia de este contexto hostil pone aún más en riesgo esos mismos valores y amenaza con atraparnos en un ciclo regresivo.
Frente a ello, la universidad cumple una función vital. Ella no es sólo un lugar de formación y producción de conocimiento, también un espacio de resistencia, deliberación y cultivo de valores humanistas, democráticos y liberales. El pasado semestre, muchos campus universitarios en Estados Unidos nos ofrecieron ejemplos elocuentes: estudiantes, profesores y directivas enfrentaron con valentía la censura y la interferencia con la autonomía universitaria, denunciando graves violaciones a los derechos humanos y ejerciendo una defensa activa de la libertad académica y del derecho a disentir.
Como decía Hannah Arendt, la primera de todas las virtudes políticas es la valentía. Esa valentía se expresa también en las instituciones. Las universidades son -y deben seguir siendo- espacios de libertad, donde florecen el pensamiento crítico, el disenso razonado y la autonomía, en medio de un ambiente cultural que parece aferrarse ciegamente al modelo organizacional del comando y el control jerárquico.
Las universidades son comunidades de aprendizaje y de creación de conocimiento, animadas por un espíritu de apertura y descubrimiento, de respeto por la evidencia y la razón, de cuidado de la diversidad de saberes y experiencias, y de compromiso con la verdad y la justicia. Para ello, deben cultivar con esmero el pluralismo, la convivencia respetuosa entre visiones distintas, y la capacidad de no sucumbir a los embrujos del autoritarismo.
En sus prácticas cotidianas -en la manera como enseñan, investigan, dialogan con la comunidad y toman decisiones-, las universidades custodian valores sin los cuales no es posible sostener la esperanza en el progreso humano. Eso exige que sean, también, comunidades donde nadie esté por encima de nadie, y donde el respeto se funde en el reconocimiento mutuo entre pares y no en el temor.
Defender la universidad libre, crítica y deliberativa es una de las formas más urgentes de defender la libertad misma.
Las opiniones aquí expresadas no comprometen a la UTB ni a sus directivos.