Los dioses vikingos eran todopoderosos. Gran paradoja, el pueblo sabía desde el principio de los tiempos que sus dioses no eran inmortales y por tanto morirían durante el Ragnarök, una especie de apocalipsis del cual surgiría un nuevo mundo. El Ragnarök significa algo así como el “crepúsculo de los dioses”; una gigantesca y cruenta batalla entre dioses y monstruos en la que los primeros morirían. Los que saben dicen que por ello los pueblos del norte de Europa aceptaron sin problema ese sincretismo con otras religiones cuyos dioses son eternos.
Un día como hoy, hace casi 150 años, Wagner pulía su majestuosa obra, cuyo título es el mismo de esta columna y que se basa en el poema medieval de Los nibelungos. El autor fusionó el poema con la convulsiva realidad de entonces. El pesimismo de Schopenhauer, su filósofo de cabecera, permitió a Wagner imbricar mitología, ética, política para convertir su obra en crítica al poder absoluto, a la codicia de todos, dioses incluidos. Afuera, la revolución y Barbarroja entraban en conflicto por el poder preparando el parto más difícil, la creación de Alemania. La obra se convirtió en mito fundacional del estado alemán. Filosofía, mito, música y teatro fundidos en una obra monumental sobre la superación mediada por la renuncia al poder. Como una de esas series modernas, Wagner hizo la primera obra, “el ocaso de los dioses” para luego completar el maravilloso cuarteto de óperas de “El anillo de los nibelungos”, haciendo tres precuelas.
Hoy magnates industriales, empresarios multimillonarios, dueños de internet, omnímodos todos, actúan como dioses ante el mundo. Habría que recordarles a Schopenhauer: “La mayoría de los hombres no razona, sino que se deja arrastrar por las pasiones, las costumbres y las opiniones del momento”. Igual cosa pasa con quienes habitan la casa del director de “La Bagatela”, en donde todo es caos y donde un día divagan en alucinantes desvaríos, ebrios de poder, convencidos por los áulicos del momento de que todo va mejor que nunca y engañados por sí mismos para seguir en ese carrusel de ficciones para, a su vez, persuadir a sus mercachifles bodegueros y a sus enajenados electores mientras hipnotizan a la oposición que, sin norte, se engaña pensando que la derrota de los dioses será fácil y creyendo que aquellos que están “con el sol a sus espaldas” están cada día más cerca del fin. La oposición inane espera que el mito se convierta en realidad y que las próximas elecciones sean el Ragnarök de esos dioses que han antepuesto su codiciosa ambición de poder absoluto a todo lo que habían prometido e incumplieron. Lo decía el filosofo de Wagner: “La política es el arte de engañar a los hombres”.