En nuestro conversar cotidiano se habla del poder como algo que se posee, se conserva con codicia y se blande como una espada en contra de quienes lo cuestionan. Se dice «él tiene más poder que yo» o «ese político/empresario tiene mucho poder». Sin embargo, el estudio de la genealogía del poder sugiere que esa conceptualización es superficial. Foucault investigó ampliamente cuestiones tan diversas como la sexualidad, la locura y el castigo institucional para descubrir una realidad más compleja y elusiva. Porque su naturaleza es efímera y de ahí que una teoría general de su funcionamiento en un contexto específico siempre resulta insuficiente. A pesar de ello, su presencia es absoluta y supedita todas relaciones humanas con un carácter fugaz, volátil e inaprensible.
Previo a Foucault, la concepción tradicional del poder jurídico-legalista supone que el monarca se legitima y proyecta a través de sus leyes y mandatos, partiendo de la noción de que el poder es lo más parecido a una posesión, un objeto material del que se dispone con recelo y que, en cualquier momento, se puede perder o transferir al siguiente propietario. Desde Hobbes y Rousseau hasta Maquiavelo y Locke el poder es un aparato centralizado y omnímodo. Por eso, cuando vemos a una persona política o económicamente poderosa en los medios nuestra percepción de lo que es el poder se limita a tal individuo, mas no a una exponencial red de interacciones humanas. Ese reduccionismo encarna un gran riesgo para cualquier forma de democracia participativa.
Apenas un siglo antes de Foucault, se fraguaba uno de los últimos grandes imperios que intentó conquistar Europa. Paradójicamente, en el marco de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, gran hito de la Revolución Francesa, se alzó la figura de Napoleón, un corso que alcanzó la gloria como genio militar en la recién instaurada república. Su carrera militar gozó de numerosas victorias y un ascenso vertiginoso hasta que una crisis gubernamental propició la oportunidad para que Napoleón, ansioso de escalar la cima del poder, se trasladara a París y diera un golpe. Una vez Primer Cónsul, Napoleón recuperó la estabilidad del país expulsando a los austriacos de Italia y celebrando un débil acuerdo de paz con los británicos que le daría tiempo suficiente para fortalecer a la Grande Armée. A nivel doméstico, su Código Napoleónico reestructuró el derecho civil francés y dejó su huella más perenne, una que incluso se convirtió en fuente primaria para las jóvenes repúblicas latinoamericanas. En apenas dos años, Napoleón decidió coronarse emperador y quizás no hay mejor forma de constatar su ambición desmedida que observando la pintura de Jacques-Louis David acuñada La consagración de Napoleón, donde los elementos de una monarquía recién derrocada volvieron con mayor ahínco, fastuosidad y soberbia. Así es como, entregado de lleno a la expansión de su imperio, Napoleón libró batallas en todos los frentes y así suscitó las coaliciones internacionales que frustraron su inmensa pretensión de poder. Vendió el territorio de Luisiana a Estados Unidos por 15 millones de dólares y emprendió la guerra con el fervor de su apetito. Venció en Marengo, Ulm, Jena, Wagram, Friedland, y por supuesto, en Austerlitz, una de las mayores hazañas militares de todos los tiempos. Pero quería más y se abrió pasó hacia el gigante ruso, donde el inclemente invierno diezmaría mortalmente sus fuerzas. Finalmente, la Batalla de Waterloo marcó su derrota definitiva.
El estrepitoso ascenso y caída de Napoleon revela la insospechada inestabilidad de su posición en un momento de inmenso poder político. Limitado por una concepción tradicional del poder, Napoleón creyó lograr acumularlo al máximo bajo su propia figura y esa pretensión lo llevó a correr riesgos cada vez mayores. Como notable estratega militar se fraguó un territorio que se extendió desde España hasta Polonia pero su percepción absolutista del poder produjo el estruendoso derrumbe de un imperio que duró 9 años. Ya exiliado en Santa Elena, por fin se apagó el fuego prometeico que veinte años atrás lo convirtió en Primer Cónsul de Francia. Y esa es quizás la lección que el Pequeño Cabo nunca aprendió: el poder no se posee, se ejerce. Y es únicamente a través de las interrelaciones sociales que se alcanzan las condiciones para proyectarlo efectivamente. Pero esa posibilidad está siempre sujeta a las circunstancias del momento, que son infinitamente cambiantes. Antes de replicar el modelo napoleónico, los dirigentes políticos y los directores ejecutivos de grandes compañías deben comprender que la avidez desaforada promovida por una percepción individual de poder –ya sea basada en el lucro o el ego–, y no en un enfoque colectivo e interrelacional, conduce inevitablemente al exilio.