El déspota latinoamericano del siglo XX mantuvo una relación pornográfica y obscena con el poder, cuya brutalidad se expresó en los golpes militares de derecha (Chile-Pinochet) y en las revoluciones marxistas de izquierda (Cuba-Castro). Por el contrario, el nuevo sátrapa, el del siglo XXI -de izquierda y de derecha-, tiene una relación erótica, estética y seductora con este: conecta su discurso con las necesidades y las emociones tristes del ciudadano común (odio, indignación, miedo, etc.) y, mientras es oposición, asume el rol de demócrata, al que le importan las instituciones políticas, la prensa libre, la independencia de los poderes y el sistemas de frenos y contrapeso, pero una vez en el gobierno hace todo lo contrario: socaba y deslegitima el sistema político y modifica la Constitución vigente para justificar su reelección y mantenerse indefinidamente en el poder.
La fórmula ha sido bastante eficaz: convocar una asamblea constituyente, como hizo Chávez en Venezuela, hacer una reforma constitucional vía parlamento, como hizo Ortega en Nicaragua, o cooptar las altas cortes para que mediante una interpretación judicial descabellada aprueben su reelección, como pasó con Bukele en El Salvador. Ahora bien, lo anterior fue posible porque el sistema les permitió conformar mayorías: en el parlamento y en las altas cortes, por ello, el riesgo de las mayorías facciosas para una democracia.
Fueron Rousseau y Marx los primeros en romantizar las mayorías. Sin embargo, fueron esas “mayorías radicalizadas” las que condujeron, en un caso, al “totalitarismo nazi” y, en otro, al “totalitarismo estalinista”. Mucho antes, los norteamericanos tuvieron una experiencia parecida luego de la Convención de Filadelfia (1787), pues en las asambleas estatales, que debían ratificar la nueva Constitución, triunfaron “mayorías facciosas” que desconocieron la propiedad y las deudas. En ambos casos, tanto en Norteamérica como en Europa, el temor a una democracia sin controles y a la conformación de “mayorías radicalizadas” condujo a proponer tres estrategias que hasta hoy han mostrado sus bondades.
La primera fue la de introducir elementos del republicanismo (régimen representativo y deliberativo) para moderar las pasiones ciudadanas; la segunda fue consolidar un sistemas de frenos y contrapesos, fortaleciendo al poder judicial, al que se le designa guardián de la Constitución; y la tercera fue la consagración de los derechos fundamentales y de precisas cláusulas pétreas en las constituciones, que se convierten en un límite al poder y a la tiranía de las “mayorías políticas coyunturales”. Sin duda, el acierto de nuestra Constitución ha sido la inclusión y el reconocimiento de los anteriores elementos, que han impedido hasta hoy que un gobierno pueda conformar mayorías facciosas, por eso, el 2026 será decisivo, porque si el péndulo no se detiene en el centro del espectro político, probablemente volveremos a hablar de una constituyente y de reelección.
*Profesor universitario.