Cada noche libramos la misma batalla silenciosa: la búsqueda del sueño. Ese anhelado remanso de paz donde el cuerpo y la mente se entregan a un descanso reparador, un viaje a un universo paralelo del que poco o nada recordamos al despertar. Sin embargo, el camino para llegar a ese destino no es igual para todos.

Por una democracia más deliberativa
Yezid Carrillo De La RosaExisten los bendecidos, como Gina, mi esposa, y mi cuñado, que en menos de tres minutos ya navegan en los brazos de Morfeo. A veces pienso que este dios del sueño, hijo de Hipnos, tiene a sus preferidos y simplemente los abraza sin preámbulos, qué envidia. Luego estamos los demás, los que damos vueltas en la cama como si buscáramos la combinación secreta de una caja fuerte.
Recuerdo cómo este ritual ha cambiado con los años. De niño, el sueño llegaba casi por la fuerza. La televisión, nuestra ventana a telenovelas prohibidas, debía apagarse a las 9 p. m. Pero la tentación era más fuerte, y a escondidas la encendíamos en el cuarto, con el volumen mínimo, hasta que el regaño paterno nos sorprendía. Curiosamente, después de la reprimenda, el sueño era inmediato, casi un castigo divino.
En la juventud, la cosa se complicó. Las vueltas en la cama se volvieron una maratón. Intentaba engañar a mi mente, pero ella, terca, se negaba a ceder. Me pregunto si algún día sabré cuál es el instante exacto en que pasamos de la vigilia al sueño, ese momento mágico en que la conciencia se desdobla para visitar otro plano.
Para distraerme en esa espera, mi imaginación se convertía en mi mejor aliada. Con la luz apagada, me transformaba en un héroe del kung-fu defendiendo a los desprotegidos en barrios peligrosos, también si una chica me había dejado, me imaginaba como un cantante famoso, llenando estadios, mientras ella, entre la multitud, se arrepentía de su decisión. He sido actor de cine, sheriff, explorador, todo sin salir de mi almohada.
Ahora, a mis 60 años, no es fácil dormir, parece que la imaginación ya no es suficiente para engañarme, me revuelvo pensando cómo acabará la historia que vivimos, con la incertidumbre en el futuro de nuestros hijos. Estoy a punto de unirme al club de los “media pastillita de Zolpiden”, ese salvavidas que uso solo en viajes, porque en cama ajena el sueño se vuelve un fantasma esquivo. Recuerdo a un o doctor amigo de mi padre que, con una sonrisa pícara, confesaba darle la pastilla a su esposa a las siete de la noche, no para que durmiera, sino para que no lo molestara tanto.
Ojalá existiera una píldora así de mágica, una que no solo nos llevara a dormir, sino que nos permitiera despertarnos directamente en el segundo semestre de 2026, solo para ver en qué terminó todo este enredo que vivimos en el país. Quizás, solo entonces, descansaríamos de verdad.