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Columna

Resocialización

“El sistema penal colombiano asume erróneamente que quien ingresa a un taller formativo reconocerá la gravedad de sus actos y desarrollará una conciencia ética…”.

Christian Ayola

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En el siglo XVII las personas con enfermedades mentales vivían encerradas en instituciones carcelarias, junto a perversos delincuentes, encadenadas, maltratadas y privadas de sus derechos. La situación llegó a ser tan grave que se permitía al público observar y maltratarlos como parte de un espectáculo. Philips Pinel, francés de provincia, nacido en 1745 y graduado de doctor en medicina en 1773, participó en la Revolución francesa, pero se distanció durante el Régimen del terror.

Pinel dirigió la Bicêtre, un asilo de alienados en 1793, y logró quitar las cadenas a los enfermos mentales, impulsó las prácticas que propugnaban “el tratamiento moral de los locos”, recurriendo con fines terapéuticos a la parte de la razón que no estuviese perturbada. Fue nombrado médico jefe del hospital de la Salpêtrière en 1795, donde aplicó idénticas reformas. Históricamente, Pinel ha sido reconocido como el padre de la psiquiatría moderna y por su trabajo en la resocialización de los enfermos mentales.

William Tuke, un comerciante cuáquero, logró en la Inglaterra de 1796 una experiencia similar, aunque focalizada. Franco Basaglia, en Italia, promovió en 1961 la desinstitucionalización, demostrando que es posible la rehabilitación psicosocial, lo que condujo al cierre de grandes hospitales psiquiátricos en Europa, medida extendida posteriormente al mundo entero. El fenómeno fue impulsado también por la eficacia de los antipsicóticos y el auge de la psiquiatría comunitaria.

Experiencias como estas se intentan replicar en el sector carcelario, con más fracasos que aciertos, mediante programas diseñados para el reo “promedio”. La mayoría de los talleres vocacionales, educativos o terapéuticos, parte de un modelo donde el participante quiere cambiar, reconoce auténticamente el daño causado y colabora con el facilitador. El psicópata, por el contrario, ve estos espacios como meras fuentes de beneficio: permisos, rebajas de pena o mejor trato para su custodia. Los utiliza estratégicamente para “ganar puntos” ante el juez o la dirección del centro, no para transformarse de verdad.

La resocialización de criminales de alta peligrosidad, psicópatas sin remordimiento, crueles asesinos, megalómanos, acostumbrados a la violencia masiva, choca de frente con los supuestos básicos de todo programa rehabilitador. Quienes presentan un trastorno antisocial de la personalidad carecen de remordimiento, de culpa y de empatía por sus víctimas. El sistema penal colombiano asume erróneamente que quien ingresa a un taller formativo reconocerá la gravedad de sus actos y desarrollará una conciencia ética; en estos sujetos, ese “espíritu de resocialización” es biológicamente inviable.

Un programa de ese tipo, sin bases, sería como “poner al diablo a hacer hostias”; implementarlo requiere de una fuerte inversión formativa para obtener un talento humano superespecializado en la rama penitenciaria de la psiquiatría forense; también de una infraestructura arquitectónica y organizacional que permita ejecutarlo. “No es como soplar y hacer botellas”.

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