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Columna

¿Y el ciudadano, qué?

El gran reto de nuestras democracias no es únicamente blindarse de los aspirantes a tirano, sino construir ciudadanía crítica y activa.

Guillermo de la Hoz Carbonó

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En tiempos de incertidumbre institucional, resulta valioso reflexionar sobre las nuevas formas en que la democracia puede verse amenazada, no ya por golpes de Estado o dictaduras militares, sino desde los propios mecanismos del sistema representativo. En su reciente columna “Manual del aspirante a tirano”, el profesor Alfredo Ramírez Nardiz realiza un agudo y provocador análisis sobre esta forma contemporánea de erosión democrática: el ascenso de liderazgos autoritarios que, ganando elecciones, desmontan progresivamente los contrapesos institucionales y se apropian del orden constitucional.

Ese diagnóstico es tan pertinente como inquietante. Sin embargo, quisiera ofrecer una mirada complementaria, centrada en un actor que aparece desdibujado en el relato: el ciudadano. La democracia no es solo un sistema de reglas e instituciones; es, ante todo, un proyecto cultural que se sostiene —o se desvanece— según la calidad de sus ciudadanos.

El texto del doctor Ramírez Nardiz identifica con claridad las etapas del desmontaje institucional, pero hacia el final cae en una afirmación que, aunque entiendo como figura retórica, no deja de ser preocupante: habla de “hordas de asnos convencidos de su propia genialidad”. Esta expresión, por potente que sea en lo literario, puede transmitir una desconfianza generalizada hacia la ciudadanía y su capacidad de discernimiento, lo que corre el riesgo de reemplazar una crítica política por una descalificación antropológica.

Desde esta orilla, me permito matizar: no hay democracia sin demócratas, como no hay república sin republicanos. Los ciudadanos, lejos de ser simples receptores de propaganda o marionetas de líderes carismáticos, también son sujetos políticos con capacidad de deliberación, aprendizaje y organización. Cometen errores, sin duda, como lo hacen las élites, pero también resisten, reaccionan y transforman.

El gran reto de nuestras democracias no es únicamente blindarse de los aspirantes a tirano, sino construir ciudadanía crítica y activa. Para eso se necesita más y mejor educación política, medios de comunicación responsables, instituciones inclusivas y una cultura del debate plural y respetuoso. No podemos resignarnos a pensar que el ciudadano ha desaparecido o que su participación solo sirve para ser engañado. Al contrario, su formación es el antídoto más potente frente a la deriva autoritaria.

Y aquí se abre una discusión de fondo: ¿es la democracia un fin en sí misma o un medio para algo más? Quienes la reducen a un mero procedimiento para limitar el poder —una concepción liberal, sin duda legítima— olvidan que también debe servir para garantizar convivencia pacífica, inclusión efectiva y dignidad colectiva. Es decir, debe funcionar como un medio para realizar derechos, no solo como un fin normativo. Sin ciudadanía activa, esos fines se pierden.

Tampoco se trata de convertir la democracia en una herramienta moralizante. Pero sí de reconocer que implica una dimensión cultural y educativa que moldea la forma en que decidimos y convivimos. Negar esto sería aceptar que el ciudadano ya está plenamente formado, cuando precisamente la democracia es el régimen donde se construye ciudadanía permanentemente.

Además, es importante distinguir entre liderazgos populistas que manipulan al pueblo para concentrar poder y proyectos reformistas que, legítimamente, buscan corregir desigualdades históricas o abrir el orden político a sectores tradicionalmente excluidos. No toda crítica al modelo liberal es tiránica, ni toda reforma constitucional es sospechosa. La democracia, como la república, también puede renovarse sin destruirse.

El profesor Ramírez Nardiz ha puesto sobre la mesa un tema crucial. A esa alerta, necesaria y oportuna, quisiera sumar una convicción: el ciudadano todavía existe. Y sigue siendo la piedra angular de cualquier democracia que quiera sobrevivir a sus enemigos, vengan de fuera… o de dentro.

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