En días recientes se presentó un caso polémico en un conjunto residencial en Cartagena, cuando unos residentes impidieron la mudanza de varias familias reubicadas desde Chambacú. Los vecinos del edificio incluso devolvieron camiones con el trasteo y se negaron a recibirlos, alegando que por padecer extrema pobreza no podrían pagar la administración ni los servicios públicos del edificio. En otras palabras, presumieron que no tendrían cómo cumplir con sus obligaciones económicas en la copropiedad, como si en algún edificio de la ciudad se exigiera demostrar de antemano solvencia para pagar la administración.

Lecciones de urbanidad para un país dividido
DIANA PAOLA NAVARROEste episodio ilustra con claridad cómo no deben afrontarse los conflictos en una sociedad que se dice empática e incluyente. La ausencia de compasión hacia estas familias reubicadas, se tradujo en un acto de rechazo y humillación por parte de quienes habrían de ser sus vecinos, tratándolas desde el primer momento como intrusas e indeseadas, casi como si pretendieran ingresar a un club social exclusivo y no simplemente integrarse a un conjunto de interés social, habitado por personas que, al igual que ellas, luchan día a día por salir adelante.
Si en lugar de optar por vías de hecho y prejuicios infundados se hubiese elegido el camino de la solidaridad, el desenlace habría sido muy distinto. Imaginemos, por un momento, que en vez de camiones devueltos hubiésemos presenciado una bienvenida cálida, una comunidad dispuesta a tender la mano y acompañar el proceso de adaptación. Que, en lugar de prohibiciones, se hubiera ofrecido orientación y explicarles, con respeto, las normas de convivencia de la copropiedad, resaltarles la importancia de cumplir con las obligaciones administrativas por el bien común e incluso proponer talleres de cultura ciudadana, si ello fuera necesario. Y, ante la eventualidad de alguna dificultad real, acudir a los canales legales y administrativos disponibles, con el respaldo de la Alcaldía y Corvivienda, en lugar de recurrir a la estigmatización pública.
Este caso nos invita a mirarnos al espejo como sociedad y entender que de nada sirve hablar de construir paz y reconciliación a gran escala, si no somos capaces de mostrar un mínimo de empatía con quienes han sufrido la pobreza extrema dentro de nuestra propia comunidad. Priorizar el amor y la misericordia hacia el otro no es únicamente un imperativo moral individual, sino una condición indispensable para gestar soluciones que no lastimen nuestra propia humanidad.
Lo vivido por las familias de Chambacú en Las Palmeras debe ser una lección sobre cómo no debemos responder al miedo, ni a la diferencia. No podemos aspirar a una sociedad pacífica mientras perpetuamos el rechazo y la indiferencia frente al sufrimiento ajeno. La verdadera paz empieza cuando miramos al otro con dignidad, sin etiquetas, sin prejuicios y con la voluntad sincera de convivir.