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Columna

Lecciones de urbanidad para un país dividido

“Vivimos en una era donde la información circula con una facilidad nunca vista; paradójicamente, esta abundancia de información no ha reducido la ignorancia”.

DIANA PAOLA NAVARRO

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Uno de los recuerdos más insistentes de mi infancia es la cantidad de veces que mi papá nos hablaba del Manual de Urbanidad y Buenas Maneras, de Manuel Carreño. Era una referencia constante -y motivo de burla familiar- cada vez que mi hermana o yo dejábamos el cuarto desordenado o poníamos algo fuera de lugar. Lo curioso es que, cada vez que vuelvo a abrir ese libro -y siempre pasan años entre una lectura y otra-, sus enseñanzas me golpean de forma distinta.

Hoy, como sociedad, atravesamos una crisis compleja. Una tragedia reciente nos ha unido momentáneamente en la empatía y el dolor, pero esa unidad se fractura rápidamente cuando enfrentamos ideas distintas. Persisten la polarización, el desprecio al otro, la intolerancia hacia cualquier diferencia.

Tal vez por eso las palabras de Carreño resuenan distinto hoy: porque la cortesía que parecía un juego en mi infancia, ahora se vuelve una necesidad urgente frente a la fractura social que vivimos.

Según Carreño, el deber de quienes ejercen el poder público -nuestros propios conciudadanos- es protegernos de las injusticias y de las “asechanzas de los perversos”. En teoría, deberían ser nuestros guardianes, pero en la práctica, esa protección se siente lejana, casi inexistente.

Vivimos en una era donde la información circula con una facilidad nunca vista, impulsada por internet y, más recientemente, por la inteligencia artificial. Paradójicamente, esta abundancia de información no ha reducido la ignorancia. Sin el criterio necesario, esa búsqueda se convierte en un laberinto, pues resulta difícil distinguir entre lo falso y lo verdadero, entre un dato comprobable y un rumor disfrazado de opinión. No todo lo que circula es imparcial, ni objetivo. Muchas veces, ni siquiera es real. Y, lamentablemente, es ahí donde estamos.

“La mayor parte de las desgracias que afligen la humanidad, tienen su origen en la ignorancia; y pocas veces llega un hombre al extremo de la perversidad, sin que en sus primeros pasos haya sido guiado por ideas erróneas, por principios falsos o por el desconocimiento absoluto de sus deberes religiosos y sociales”, dice el Manual de Urbanidad de Carreño, que aun siendo escrito hace más de un siglo, parece estar hablando del presente.

Muchos de los conflictos, desigualdades y crisis que enfrentamos hoy tienen una raíz común: la falta de conocimiento, comprensión y empatía. Si entendiéramos mejor las historias y vivencias de quienes piensan, sienten o viven distinto, podríamos desactivar muchos de los prejuicios que alimentan la violencia. El conocimiento no solo informa, también humaniza, y eso abre la puerta al diálogo, a la convivencia y, con suerte, a la paz.

La ignorancia sin duda ha sido origen de innumerables desgracias, pero también es una herida que se puede curar. Superarla requiere voluntad colectiva, compromiso político y constancia. La educación -cuando es inclusiva, accesible y centrada en el pensamiento crítico- se convierte en el antídoto más potente que tenemos. No solo transmite información: forma ciudadanos capaces de cuestionar, escuchar y construir.

Pero educar no basta si no cultivamos también la empatía. Comprender las experiencias ajenas -escuchar lo que viven quienes no piensan como nosotros- nos obliga a salir de nuestra burbuja y mirar el mundo con otros ojos. Solo entonces empezamos a romper los prejuicios y a ver, con claridad, que las diferencias no nos debilitan: nos enriquecen.

El psiquiatra Daniel Amen lo plantea con claridad: los vínculos positivos fortalecen la mente. Cuando nos relacionamos desde el afecto y el respeto, creamos un terreno fértil para que las buenas costumbres -las que buscan el bien común- puedan echar raíz. No basta con imponer urbanidad; hay que cultivarla en relaciones donde el otro se sienta visto y valorado.

Cada tanto vuelvo a abrir aquel libro viejo de Carreño. Ya no lo leo con burla, ni por nostalgia; hoy lo leo con la esperanza de que aún podamos enseñarnos -con respeto, con empatía- a convivir mejor.

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