El pasado 23 de junio, Cartagena no solo fue testigo de una fiesta religiosa, sino también de un reencuentro con su esencia. Tras seis años, más de doce mil personas nos reunimos en la Plaza de Todos para participar en la Fiesta Arquidiocesana del Cuerpo de Cristo y el Jubileo de los Ministerios. Esta celebración, más allá de su carácter litúrgico, se convirtió en un poderoso símbolo de la capacidad de la comunidad para unirse en torno a valores esenciales: la fe, la esperanza y el amor al prójimo.

El Nombre, un problema de Género I
MARÍA CAROLINA CÁRDENAS RAMOSResultó inevitable conmoverse ante la multitud que, proveniente de todos los rincones de la Arquidiócesis, se congregó con entusiasmo y fervor. Familias completas, niños, jóvenes con pancartas y adultos mayores que, con esfuerzo, se hicieron presentes, reflejaban en sus rostros la alegría del reencuentro y la gratitud de pertenecer a una comunidad viva y activa. En una ciudad que con frecuencia aparece en los titulares por la desigualdad, la violencia o el olvido, presenciar la Plaza de Todos rebosante de vida fue un recordatorio de que Cartagena aún posee profundas reservas de fe y humanidad.
El mensaje del cardenal Jorge Enrique Jiménez y monseñor Francisco Javier Múnera resultó sumamente oportuno: la Eucaristía no se limita al rito, sino que nos compromete con el prójimo, especialmente con los más vulnerables. En el contexto actual de crisis económica, desempleo, migración forzada y violencia que aún afecta a tantos, estas palabras fueron un llamado a trascender la contemplación y pasar a la acción. Porque el pan compartido en el altar debe convertirse también en pan compartido en nuestros hogares, calles y barrios.
La bendición de los ministros laicos fue un momento especialmente emotivo. Ver a tantos hombres y mujeres recibir ese envío renovado nos recordó que la Iglesia no se reduce al templo ni al clero: la Iglesia es cada bautizado que asume su responsabilidad con amor y entrega. En ellos —catequistas, animadores, servidores— se hace visible una Iglesia en salida, como tanto insistió el papa Francisco, una Iglesia que no se cierra, que no juzga desde la distancia, sino que camina con el pueblo, escucha, abraza y actúa.
La procesión final, con las velas encendidas y los cantos resonando por toda la plaza, nos envolvió en un clima de adoración y unidad difícil de describir con palabras. Fue un momento imborrable.
En retrospectiva, la convicción que me queda de esta celebración es que no fue un simple evento religioso. Fue un acto de esperanza colectiva: seguimos creyendo, seguimos soñando, seguimos caminando. Cartagena aún posee una fuerza espiritual que puede transformar su historia. Y eso, en los tiempos que corren, es más que una buena noticia: es un verdadero milagro.