Son muchas razones por las cuales una persona puede motivarse a cambiar su nombre: personas adoptadas que quieren llevar el apellido de su familia adoptiva; hijos que quieren eliminar el nombre o apellido del progenitor ausente o abusivo; hijos que no fueron registrados por su madre o padre y quieren ajustar su nombre al nuevo reconocimiento familiar; el deseo de tener un nombre que refleje mejor la personalidad o identidad cultural, personas que rechazan su nombre por considerarlo ridículo, ofensivo o asociado a experiencias traumáticas; víctimas de violencia para proteger su integridad y evitar represalias; personas que entran a programas de protección de testigos o que fueron víctimas de trata o desplazamiento forzado; incluso, personas que se convierten a una religión o inician vida religiosa o aceptan un nuevo cargo en la estructura clerical, y quieren dejar “una vida atrás”, como sucede cuando se elige nuevo papa. Sin embargo, ¿por qué genera tanta resistencia social cuando es una persona trans, no binaria o de género diverso quien desea que su nombre coincida con su identidad de género, para vivir con coherencia y evitar discriminación o violencia? Recapitulemos: los nombres desde la antigüedad eran marcadores de linaje, estatus, género y rol social. En Roma, por ejemplo, los hombres recibían un praenomen (nombre personal), mientras que las mujeres tomaban formas femeninas del apellido paterno (ej. “Julia” de la familia “Julio”). En muchas culturas, el nombre masculino se asociaba con la autoridad, mientras el femenino con la filiación o domesticidad. Así que, desde siempre, el nombre ha sido instrumento para reforzar el binarismo de género y los roles sociales asignados. Un caso paradigmático de esto se vivió cuando Camilo y Evaluna eligieron “Índigo” como nombre para su primera hija. Según se afirmó decidieron poner un nombre “neutro”, puesto que querían saber el sexo del bebé solo hasta su nacimiento. No faltó la tormenta de críticas y acusaciones en redes por no ser un nombre para “niña” y la relación con una posible crianza no binaria de la bebé. Me parece absurdo que la sociedad obligue a vincular nombres con sexos o géneros asignados y castigue a quienes desobedecen esa lógica, porque lo que a simple vista parece una discusión tonta sobre nombres, en realidad toca temas profundos sobre: ¿Qué entendemos por “normal”?¿Cómo se construyen las identidades?¿Cuánto control social existe sobre las decisiones personales? Y más importante aún: ¿Cuál debería ser el límite del control estatal sobre la elección del nombre propio, en un sistema jurídico que se compromete con la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad?