El anuncio del ministro de Justicia sobre la intención del Gobierno de Gustavo Petro de convocar una Asamblea Nacional Constituyente debe encender todas las alarmas. Se trata de una decisión que, más allá de su viabilidad jurídica o política, pone en riesgo los principios fundamentales del Estado de Derecho colombiano y recuerda con inquietante similitud el camino que siguió Hugo Chávez en Venezuela para consolidar una dictadura.

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TATIANA VELÁSQUEZEn campaña, el presidente Petro fue enfático en afirmar que nunca apelaría a una Constituyente. Hoy, ese compromiso ha quedado roto. El giro no es menor: implica la posibilidad de rediseñar por completo el sistema institucional colombiano, alterar el equilibrio de poderes y abrir la puerta a la concentración del poder en la figura presidencial. Y todo esto bajo la justificación de que las reformas sociales impulsadas por el Gobierno no han sido aprobadas por el Congreso.
Pero ese argumento no resiste el menor análisis. En una democracia, las reformas deben pasar el filtro del Congreso precisamente porque representan la voluntad plural del país, y no los deseos de una sola persona o movimiento político. Saltarse ese procedimiento porque “no funciona” equivale a desechar las reglas del juego democrático cuando estas no favorecen al gobierno de turno.
Lo que hoy plantea Petro recuerda con precisión quirúrgica lo que ocurrió en Venezuela en 1999. Chávez, también frustrado por la “resistencia del Congreso” a sus propuestas, convocó una Constituyente bajo el argumento de que necesitaba un nuevo pacto social. En aquel entonces, el órgano legislativo venezolano se llamaba Congreso Nacional y estaba compuesto por el Senado y la Cámara de Diputados. La Constituyente promovida por Chávez no solo disolvió ese Congreso bicameral, sino que, tras redactar una nueva Carta Política, lo reemplazó por una Asamblea Nacional unicameral bajo su control. A partir de ahí, la Constituyente asumió poderes ilimitados: subordinó la justicia, reconfiguró el papel de todas las instituciones e incluso redefinió la relación con las Fuerzas Armadas. El resultado fue un sistema político autoritario, carente de contrapesos y sostenido por la cooptación de todos los poderes del Estado.
El caso venezolano es aleccionador. La Asamblea Constituyente, en su momento, fue presentada como una vía democrática y participativa. Pero en la práctica, sirvió para desmontar el orden constitucional vigente y reemplazarlo por un régimen de poder absoluto. Hoy, más de dos décadas después, el pueblo venezolano sigue pagando el costo de esa decisión.
Colombia no está exenta de ese riesgo. El artículo 374 de la Constitución contempla la posibilidad de una reforma total mediante una Asamblea Constituyente, pero exige un proceso claramente delimitado: el Congreso debe aprobar una ley que convoque al pueblo y, posteriormente, este debe votar si aprueba o no esa convocatoria. Además, el artículo 375 establece que cualquier reforma debe respetar los principios fundamentales de la Carta, incluidos la separación de poderes, los derechos fundamentales y el carácter democrático del Estado.
El solo hecho de que el gobierno sugiera acudir a la movilización ciudadana para “presionar” la convocatoria de una Constituyente ya es preocupante. Porque en lugar de recurrir a las instituciones, se apela a las masas. Y cuando el poder se sustenta en el respaldo de la calle por encima de la ley, lo que emerge no es una democracia más fuerte, sino un autoritarismo populista.
El país ya ha experimentado procesos de reforma constitucional profundos sin necesidad de alterar su estructura democrática. Lo que se necesita hoy no es una nueva Constitución, sino un gobierno que respete la actual y que entienda que gobernar en democracia implica construir consensos, no imponer visiones únicas.
La defensa de la democracia no es un asunto de bandos ideológicos. Es un deber colectivo. No podemos permitir que el desencanto con las instituciones se convierta en la excusa para desmantelarlas. Si permitimos que el poder se imponga por encima de la ley, no solo se pierde la institucionalidad: se pierde la libertad.
Es momento de alzar la voz, de advertir lo que está en juego y de actuar con responsabilidad ciudadana. Colombia merece un futuro mejor, no una copia de la tragedia venezolana.
Periodista. Internacionalista, especializado en Cultura de Paz y Derecho Internacional Humanitario