Anoche tuve una de esas pesadillas que te dejan el corazón en la garganta, para no decir otra cosa, y con las sábanas sudorosas pegadas al cuerpo. Soñé que casi todos los viajantes íbamos en una barca vieja y astillada, navegando lúgubremente por un río oscuro y turbulento, llamado el Río de la Incertidumbre.
Al timón, empujando el bote con una pértiga larga y nudosa, iba un hombre de mirada terca y gesto adusto. Se parecía muchísimo a Caronte, el de los libros de la mitología griega, navegando por el inframundo, pero no era él. Sus ojos llameantes miraban a todos, a los cincuenta y pico millones de pasajeros apretujados, como si fuéramos una carga necesaria pero molesta.
Para subir a esa barca, al igual que en la mitología griega, debíamos pagar el pasaje, cuyo precio era una moneda llamada óbolo. En nuestro caso, el óbolo consistía en entregar nuestra tranquilidad al barquero; cada uno daba un pedacito de su calma, como una ofrenda que él guardaba en una bolsa con recelo y suspicacia, desconfiando siempre de todo.
¡Y vaya viaje, mi hermano! El río estaba lleno de peligros. De repente, el bote se metía en remolinos violentos que él llamaba “decretos de emergencia”, volcándonos casi en ellos. El timonel, en lugar de estabilizar la nave, se ponía a dar discursos, explicándonos que esos remolinos eran necesarios para llegar a un destino que nadie conocía.
Lo más espeluznante era ver las orillas. Estaban llenas de sombras, figuras anteriormente siniestras que aplaudían y vitoreaban su presencia. Eran los mismos espectros que él había invitado a subir a la nave, en paradas que hacía en plaza pública, sacándolos de sus prisiones para nombrarlos “voceros”. Y él, en vez de alejarse de ellos, a veces remaba hacia la orilla para saludarlos, mientras nosotros, los pasajeros, nos comíamos las uñas encogiéndonos de miedo.
El viaje parecía eterno. El agua salpicaba, fría y sucia, el murmullo constante de la gente era una mezcla de esperanza ingenua y pánico puro. Sentía cómo se me agotaba la poca tranquilidad que me quedaba, estábamos exhaustos tras casi 3 años de crispamiento. Ya no tenía más óbolos que dar. Estaba vacío, agotado, solo esperando el inevitable naufragio en el Hades.
Y justo cuando la nave se inclinó de forma definitiva, cuando el agua comenzaba a inundarlo todo y el remero sonreía maliciosamente con aire de misión cumplida, sentí tierra firme bajo mis pies. La barca se había desvanecido. El sol brillaba con fuerza y el río trémulo ya no estaba. La pesadilla había terminado. Unos héroes de la embarcación se habían rebelado, logrando reunir a casi todos los navegantes contra el barquero, dándole un nuevo sentido a la vida, sin rencores ni venganzas prístinas de izquierdas y derechas. Y con ese alivio inmenso, por fin, me desperté.