Contando anécdotas con el consabido aire garciamarquiano que caracteriza al ser Caribe, mi mamá las situaba en el tiempo como “el año en que se ahogó el gringo” o “el año en que un tollo le mochó la pierna a un pescador”. Narraba escapadas con su boro en bicicleta, desde el Pie de La Popa hasta las dunas de Bocagrande, para detectar los ectoplasmas que presuntamente se aparecían en el flamante Hotel Caribe. Eran las no tan remotas épocas de dormir sin temores a puertas abiertas para que entrara el fresco, favorecido por una frondosa exuberancia hoy extraviada.
La consolidación de Cartagena como destino preferente, con su correspondiente estallido de cifras y dividendos, requirió la reorientación de casi todas sus funciones hacia la consecución de esa meta. La nuestra es hoy una ciudad dependiente del turismo que, con candor teñido de ligereza, toleró la atrofia de muchas de las funciones representativas de una urbe moderna, sin alcanzar a incentivarlas ni mucho menos cumplirlas, por hallarse tan aglutinados los esfuerzos, recursos y mentalidades en el progreso de un sector que -concédase sin ambages- genera tan notables ganancias.
Es tabú tocar el tema a menos de sacar a relucir rimbombantes ristras de cifras, resultando más cómodo despreciar a los raperos del Centro que al lucrativo turista, encasillándolos con su incursión en el angosto rol con el que, como tantos que luchan por adaptarse a la realidad monopólica del turismo, acaban traicionándose a sí mismos y cayendo en un servilismo de fachada que es -a la vez- degradante conducta antirrepublicana y condición sine qua non para llenar el plato.
Esta semana fue noticia la exitosa protesta de los venecianos contra la boda del billonario Bezos en una ciudad histórica que buscan proteger de la indignidad y el lenocinio. Como ellos, cada vez más ciudadanos vienen manifestándose en oposición al sobreturismo, definido por la Organización Mundial del Turismo (OMT) como “el impacto del turismo en un destino, o partes del mismo, que influye excesivamente en la calidad de vida percibida de los ciudadanos y/o en la calidad de las experiencias de los visitantes de manera negativa”.
La gentrificación de espacios y barrios populares, el impacto de plataformas como Airbnb en la disponibilidad y costos de vivienda, el hacinamiento en la subida al Machu Picchu o al Everest -donde se apilan detritus, heces y cadáveres momificados por las duras condiciones climáticas-, el daño ambiental causado por el turismo a ecosistemas frágiles como las Islas Galápagos o Hawái: son algunos ejemplos que suscitan vivas críticas.
Apréciese que cada una de estas instancias evoca paralelos claramente reconocibles en La Heroica, donde los cadáveres también se acumulan, aunque en su clima no se momifiquen tanto los cuerpos como las conductas.