En Colombia, la violencia ha dejado de ser una anomalía para convertirse en una forma de vida. Se ha naturalizado como un lenguaje cotidiano, un código social, un mecanismo funcional del poder. Desde hace décadas, esta violencia -nacida en los campos, regada con sangre campesina e ideología armada- se ha expandido como una metástasis silenciosa por las instituciones del Estado: penetró las escuelas, las universidades, los estrados judiciales, el Congreso y, finalmente, el Ejecutivo.

¿Administrar o gerenciar lo público?
GABRIEL JAIME DÁVILA GÓMEZLa peor cara de esta violencia no es sólo la que asesina, secuestra o masacra, sino la que se disfraza. En nombre de supuestas causas nobles, hemos legitimado lo ilegítimo, y en nombre de una paz impostada, hemos permitido que crímenes atroces se amparen bajo la etiqueta del ‘crimen político’. Desde ahí, se ha justificado la barbarie, se ha exonerado lo imperdonable, y se ha creado una cultura de impunidad selectiva donde matar es ‘válido’ si el asesino pertenece al bando ideológicamente correcto.
En los estrados judiciales y legislativos, hemos guardado un silencio que pesa como cómplice. Con palabras suaves, con eufemismos institucionales, se ha revestido de legalidad lo que, en cualquier democracia madura, sería penalizado con firmeza. Mientras algunos ciudadanos enfrentan la ley con todo su rigor, otros reciben beneficios, curules o reconocimiento internacional. La ley en Colombia se ha vuelto una balanza desequilibrada: pesada y dura con unos, liviana y flexible con otros.
Pero no podemos seguir siendo espectadores inermes. La tragedia reciente del joven Miguel Uribe, abaleado por un sicario menor de edad, no puede pasar como un titular más. No basta con señalar al ejecutor: hay que desenmascarar a los que están detrás, a quienes promueven y financian estas escuelas de sicariato, que adoctrinan a los jóvenes con narrativas de odio, resentimiento y confrontación de clases. A quienes disfrazan la violencia de protesta, la criminalidad de resistencia, el caos de revolución. Ha llegado la hora de legislar con valentía, no sólo para castigar al que empuña el arma, sino para desmontar las estructuras ideológicas que lo convencen de hacerlo. Es urgente penalizar todo discurso que promueva el odio, toda acción que adoctrine a nuestros jóvenes para matar en nombre de una supuesta justicia social. Y esto debe hacerse con la misma severidad desde las aulas escolares hasta los estrados públicos, desde los libros de texto hasta los micrófonos políticos. La paz no puede seguir siendo un disfraz. Colombia necesita una paz verdadera, con justicia real y sin impunidad. Una paz que no tolere la pedagogía del odio, que no legitime la violencia como medio de transformación social; porque mientras sigamos llamando “paz” a lo que en el fondo es barbarie maquillada, seguiremos condenados a vivir en guerra.