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Columna

No votar sino botar

“Se acerca el momento en que el voto en blanco arrase en las elecciones del algún país democrático...”.

Francisco Lequerica

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La erosión en curso de la función política se evidencia en la desconfianza y exasperación que provocan líderes y representantes, electos o no, extendiéndose el aserto a toda población del mundo con su régimen correspondiente. Se acerca el momento en que el voto en blanco arrase en las elecciones del algún país democrático, lo cual podría desencadenar sucesivos sufragios nulos en imparable efecto dominó. Durante el Euromaidán, el gentío enardecido arrojó a políticos corruptos literalmente al caneco de la basura; las insólitas imágenes se viralizaron, generando aprobación en redes sociales junto al anhelo de que se regase la tendencia de no votar sino botar. Más de una década después, ad portas de la peor volatilidad militar, el hartazgo de los pueblos con la clase política parece estar alcanzando un punto de no retorno, y el reactivo puntapié que se gesta podría no ser el más oportuno.

El meollo es que, de poderse descartar de plano a los políticos del momento, ¿quién asumiría la representación y las responsabilidades del Estado? Ha de observarse que, en gran medida, dichas funciones ya les han sido arrebatadas a los políticos por nuevos (y menos nuevos) poderes, algunos de ellos perversos e invisibles, que han ido debilitando todo menos la fachada del Estado. Resquebrajándose a su vez esa fachada por el acusado desgaste de haber encubierto el simulacro, y arriándose en consecuencia el listón de la diplomacia, entra en escena una política histriónica, visceral, a la caza de reacciones y con aires de espectáculo. Sus apoderados comparten fundamentos con la gente de la farándula, y es apropiado recordar que Trump condujo su propio programa televisivo y que Zelensky fue presidente primero en una serie, cuyo libreto se materializó luego con inesperada precisión. Cada vez es menos descabellado el inquietante pronóstico de que un influenciador digital, famoso de acuerdo a paradigmas algorítmicos de popularidad y no a dictámenes empíricos de idoneidad, pueda liderar un estado.

En Colombia, donde los niños ya no sueñan con ser médicos, bomberos, artistas ni astronautas, los influenciadores y protagonistas de telerrealidades monopolizan la atención de un público que —vencido por dos siglos de cochina política— los endiosa y les erige estatuas, armando superlativos bandos de fanáticos que recuerdan al filme distópico ‘The Running Man’ (protagonizado por otro actor que saltó a la política). Si Jota Pe y Polo Polo llegaron al Senado, que ya no nos sorprenda a estas alturas un Westcol presidente, Epa Colombia de ministra de Justicia o la Toxi Costeña en la cartera de Cultura. Así resulte esperpéntico, siempre será preferible a que nos gobiernen nuevamente los desalmados caciques de siempre; el peligro latente es que con los nuevos, a la larga, caigamos más bajo aún.

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