La semana que finaliza podrá ser recordada en un futuro como aquel momento en el que -por alguna extraña razón- todo se juntó para que evidenciáramos las fortalezas de nuestras instituciones democráticas o quizás para que -trágicamente- asistiéramos al comienzo del fin de estas. Por lo menos, tres hechos parecen indicarlo así.
El primero de ellos tiene que ver con las preocupaciones que surgieron por una posible “deriva autoritaria”, luego de que el Gobierno expidiera y promulgara un decreto que convoca una consulta popular, a pesar de que el Senado la negó y que, con excepción del ministro de Justicia, tanto legos como expertos constitucionalistas lo han considerado deliberadamente ilegal e inconstitucional. Por fortuna, primero, la actitud prudente del registrador que puso en pausa la consulta popular hasta tanto no se pronuncien las altas cortes y, segundo, la sesuda decisión del Consejo de Estado que suspendió temporalmente el decreto en mención, parecen -por lo pronto- preservar la separación de poderes y el sistema de frenos y contrapesos y alejar la sombra del cesarismo plebiscitario (bonapartismo).
El segundo hecho es la aprobación en cuarto debate de la reforma laboral que simboliza una victoria, en primer lugar, para el Gobierno, que tuvo la tenacidad para revivir un proyecto que había sido previamente negado, en segundo lugar, para el propio Senado, que tuvo la entereza de reconocer su error y la sensatez de concertar un proyecto que restablece una serie de derechos laborales, que injustamente les habían sido arrebatados a los y las trabajadoras y, en tercer lugar, para la democracia representativa y republicana, pues este hecho -por lo pronto- deslegitima la tesis del bloqueo institucional, la falacia ad populum y la democracia plebiscitaria.
Finalmente, la acertada decisión de la Corte Constitucional sobre la reforma pensional que, en un acto de ponderación y responsabilidad con el futuro del país, devolvió el proyecto a la Cámara de Representante para que se rehaga el debate y se subsanen las irregularidades. En este mismo espacio de opinión, dijimos que no había manera de que la Corte avalara los argumentos gubernamentales, que consideraban que las irregularidades en el trámite en la Cámara no habían afectado la deliberación democrática, por tanto, solo quedaban dos opciones: declarar la inconstitucionalidad absoluta o decretar la inconstitucionalidad relativa del proyecto y devolverlo al Congreso -como en efecto sucedió- para que se repitiera la votación. Este hecho -por lo pronto- despeja la peligrosa tesis de la politización de la justicia, fortalece la democracia deliberativa (exhorta a los congresistas a discutir y consensuar la reforma) y reafirma la legitimidad de la justicia constitucional, pues no era razonable expulsar del orden jurídico un proyecto de ley que, sin ser lo ideal, mejora en algo el inequitativo sistema de pensiones actual.