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Columna

¿Quién paga realmente los impuestos?

Carga impositiva, combustibles, subsidios y la dignidad social en juego.

GABRIEL JAIME DÁVILA GÓMEZ

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En teoría económica, los impuestos pueden ser formalmente pagados por productores o consumidores. Sin embargo, la realidad es más compleja. En términos prácticos, la carga real del impuesto recae sobre quien tiene menor capacidad de reacción económica, es decir, sobre el que tiene menor elasticidad en el mercado.

Cuando se grava un bien de primera necesidad —como el arroz, el transporte o la energía eléctrica— los consumidores no tienen muchas alternativas. Su demanda es inelástica: seguirán comprando aunque el precio suba. Por tanto, los productores trasladan el impuesto al precio final, y el consumidor termina asumiendo la mayor parte del costo. Esto significa que las personas con menos ingresos, que dependen de estos bienes esenciales, terminan pagando más, proporcionalmente, que quienes tienen más capacidad económica.

Por el contrario, en el caso de los bienes de lujo o prescindibles —como relojes de diseñador o vehículos de alta gama—, la demanda es elástica. Ante un aumento de precio, los consumidores pueden simplemente dejar de comprar. En estos casos, los productores asumen una mayor parte del impuesto para no perder ventas. Así, la carga fiscal se distribuye de forma más equitativa.

Este fenómeno, conocido como incidencia impositiva, demuestra que no basta con saber quién paga el impuesto formalmente. Lo importante es comprender quién lo sufre realmente, y en sociedades desiguales como la nuestra, suele ser el consumidor de bajos ingresos.

Un caso emblemático de esta dinámica es el aumento sostenido del precio de los combustibles, bajo el argumento de cerrar el déficit del Fondo de Estabilización de los Precios de los Combustibles (FEPC). Aunque el objetivo fiscal es comprensible, sus efectos son regresivos: el alza del combustible no solo afecta al propietario del vehículo particular, sino que encarece el transporte público, los fletes de alimentos, los productos básicos y el costo de vida en general. Así, el impacto se extiende a toda la cadena económica y castiga especialmente a los sectores populares, que no tienen cómo absorber esos aumentos ni alternativas de movilidad.

Para compensar estas distorsiones, los Estados implementan subsidios o transferencias directas como mecanismo redistributivo. En Colombia, por ejemplo, existen subsidios a los servicios públicos para estratos 1, 2 y 3; devoluciones del IVA; tarifas diferenciales en transporte y programas como el ingreso solidario.

Estos mecanismos buscan equilibrar la balanza fiscal, bajo el principio de que un Estado justo no debe castigar la pobreza ni enriquecer la desigualdad a través de su estructura tributaria. Sin embargo, los subsidios también pueden generar impactos negativos si no se diseñan con criterios de justicia, temporalidad y desarrollo humano.

Cuando un subsidio se vuelve permanente y desvinculado de cualquier esfuerzo de superación, puede derivar en una cultura de dependencia, disminuir el interés por la educación, el trabajo o el emprendimiento, y perpetuar ciclos de pobreza. Además, si no se controla su destino, puede prestarse para el mal uso de los recursos (consumo improductivo o informal), alimentar redes de clientelismo político, o convertirse en una carga fiscal insostenible para el Estado.

Más grave aún: un subsidio mal gestionado puede erosionar la dignidad de quien lo recibe, haciéndolo sentir dependiente, estigmatizado o incluso sin control sobre su destino.

Por eso, la verdadera justicia fiscal no consiste solo en cobrar o repartir, sino en hacerlo con criterios de equidad, dignidad y desarrollo humano. Un subsidio debe ser una palanca, no una muleta; una oportunidad, no una condena. Y un impuesto debe ser una herramienta de redistribución, no una trampa para los más pobres.

El impuesto sin subsidio es injusticia; el subsidio sin horizonte de progreso es decadencia.

Lo verdaderamente justo es construir un sistema fiscal que no castigue al que tiene menos, ni adormezca su potencial con asistencialismo sin futuro.

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