“Si Antioquia resiste, Colombia se salva.”

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Orlando Díaz AtehortúaCon esa frase, el gobernador de Antioquia decidió instalar un nuevo eslogan en el escenario político nacional. Uno que suena heroico, movilizador… y sí, también bastante pretencioso. La fórmula tiene fuerza emocional, pero detrás del ruido de las palabras hay una idea que conviene mirar con más frialdad: ¿qué significa realmente que una región salve a todo un país?
Antioquia es, sin duda, una de las locomotoras de Colombia. Su peso económico es sustancial; su infraestructura, su músculo empresarial y su cultura organizativa la han hecho destacar incluso en medio de crisis. Nadie con una mínima dosis de objetividad podría negar su aporte al desarrollo nacional. Pero convertir ese papel relevante en una especie de misión salvífica es otra cosa. Es ahí donde el discurso empieza a sonar menos como liderazgo y más como delirio de superioridad disfrazada de responsabilidad.
El problema no es la motivación detrás del mensaje. Lo que incomoda —y con razón— es el subtexto: la insinuación de que el país depende, en última instancia, de lo que haga Antioquia. Un relato que, aunque pueda parecer inofensivo en términos políticos, contribuye a reforzar viejas tensiones regionales y alimenta una narrativa de “nosotros sí, los demás no” que el país no se puede permitir.
Colombia no es una pirámide con Antioquia en la cúspide. Es una red compleja, diversa y profundamente desigual, en la que cada territorio —desde el más avanzado hasta el más olvidado— aporta, a su manera, a la sostenibilidad colectiva. No se trata de caer en el desprecio hacia Antioquia, porque seguramente ese será el argumento fácil para descalificar lo que aquí se plantea. Y no puede verse así por una razón de fondo: soy antioqueño, soy de pueblo. Pero eso de sentirnos superiores no tiene justificación. Es tan absurdo como la actitud que durante años han tenido algunos en Bogotá, creyéndose el centro del país, mientras a quienes venimos de la “provincia” nos miran como si acabáramos de caernos de un árbol.
Sí, Antioquia resiste. Pero también lo hace el Caribe, con sus batallas históricas. El Pacífico, con su abandono crónico. El sur, que empuja sin visibilidad. Y el centro del país, con su carga burocrática y sus contradicciones.
Pensar que una sola región puede, por sí sola, garantizar la salvación del país no solo es una exageración política: es una visión peligrosa. Porque si Antioquia se cree la salvadora, el resto del país —inevitablemente— empieza a preguntarse: ¿y nosotros qué somos, espectadores?
El liderazgo verdadero no necesita proclamarse como tal. Se construye en acciones concretas que beneficien al conjunto, no en frases que generan distancia. Antioquia puede ser ejemplo, sí, pero desde la colaboración, no desde la arrogancia. Que su resistencia no sea un acto de vanidad regional, sino una invitación a sumar esfuerzos desde cada rincón del país.
Porque si Colombia ha de salvarse, será por la suma de sus partes, no por la exaltación de una sola.