“La indiferencia hace sabios y la insensibilidad monstruos”.
Denis Diderot
En Colombia, un candidato presidencial ha sido víctima de un atentado. Hoy, mientras lucha entre la vida y la muerte, el país entero parece arrastrado por una corriente de opiniones, manipulaciones, mentiras virales y verdades a medias. Una nación que debería estar consternada y solidaria se divide otra vez entre quienes instrumentalizan el dolor y quienes, incluso, lo niegan o minimizan.
Este no es un hecho aislado, es el reflejo de lo que somos. Una sociedad que ha hecho de la maldad su lenguaje cotidiano, su energía política y su combustible en redes. Estamos habitando, sin disimulo, una sociedad de odios, esa que tanto menciono.
Y es que esa animadversión no tiene orillas, se infiltra en lo doméstico, lo judicial, lo político y se disfraza de ideología, pero no es otra cosa que una degradación moral profunda, una descomposición que ha dejado de sorprendernos. Hoy, el ‘otro’ es simplemente una cosa sin espíritu que se puede quitar y poner según los objetivos del momento. Ya no se debate, sino que se intenta aniquilar, porque lo que importa no es el argumento, sino el escarnio.
El atentado es repudiable, pero también lo es la forma en que algunos lo han aprovechado para victimizarse de manera innecesaria, para apuntalar narrativas egoístas o para desviar la atención de sus propias responsabilidades. El oportunismo político se pasea sin vergüenza entre comunicados, entrevistas y bodegas digitales, como si estuviera bien que el dolor de uno se convierta en plataforma de otro, la compasión quedó reemplazada por corazones calculadores y maquiavélicos.
Y ahí está también, como siempre, la prensa amarillista con portadas sangrientas, titulares sin confirmación o videos filtrados sin contexto, porque para ellos la primicia está por encima de la prudencia y, en ese afán de ser los primeros en mostrar algo, convierten hechos lamentables en un espectáculo, aunque eso signifique entorpecer investigaciones, poner en riesgo procesos judiciales o, peor aún, aumentar el morbo y el miedo colectivo.
Estamos tan profundamente dañados como sociedad que incluso un hecho de esta magnitud ya no nos sorprende, ni nos indigna. Nos ha ganado la costumbre de vivir anestesiados por el horror, nos desmarcamos del luto y del respeto, y difícilmente nos preguntamos qué pasó, sino que ahora giramos en torno al marketing, buscando la manera de sacar provecho de lo que sea que haya pasado.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero ya hemos llegado a un límite insalvable, porque no puede ser que un episodio como este no nos obligue, por lo menos, a revisarnos. Yo creo que en este panorama el candidato no es el único que está entre la vida y la muerte, tal vez lo esté también el alma de un país entero que, si no se reconoce en su propia ruina, no tendrá forma de reconstruirse.