Volvimos a lo mismo. Reciclamos el odio y la venganza como un sino ineludible y maldito. Pero no se asumen las culpas. Uno de los más perversos presupuestos mentales de los colombianos ha sido ver el problema, de cualquier índole, en el actuar ajeno. En los otros. Así se promovieron guerras, crímenes atroces /corte de franela, empalamiento, secuestro y utilización de niños en combates armados y asesinatos sicariales, violaciones sexuales, uso de motosierras para descuartizar seres humanos vivos, hornos crematorios, exterminio con muerte selectiva de un partido político, millones de desplazados despojados de sus tierras, ataques a bala y sin piedad sobre civiles inermes a nombre de una revolución desdibujada, uso de la fuerza pública para matar inocentes etc., etc./, todo, sin cargos de conciencia. Porque la culpa siempre es ajena. “Primero muerto que confeso”, dice el refrán. Esta realidad es histórica y tiene vigencia. Lo estamos viendo una vez más. Un niño enseñado a matar dispara sobre un precandidato presidencial y la culpa se diluye entre señalamientos que seguramente conducirán a la impunidad. Nadie quiere ser culpable de nada. Son muy escasos los mea culpa.
Los partidos políticos creados a mediados del siglo XIX /conservador y liberal/ no se dedicaron a civilizar la política que ya venía podrida, y por el contrario la utilizaron para alebrestar los espíritus, llenar a las masas de odio y buscar a toda costa el usufructo del poder. Así llenaron la naciente república de sangre con sus alucinadas guerras civiles que se sucedieron unas tras otras, sin descanso, hasta llegar al nuevo siglo que estrenaron con otra confrontación, la más violenta, la de los Mil Días, ganada por los conservadores que festejaron encaramados sobre 100 mil cadáveres cuando el país solo tenía cuatro millones de habitantes. Fue cuando se perdió Panamá, el territorio más valioso y estratégico del naciente país de la barbarie.
Los godos reinaron durante las tres primeras décadas del siglo XX, hasta 1930, cuando los liberales ganaron la Presidencia con Enrique Olaya Herrera y mantuvieron el poder hasta 1946, año del regreso de los conservadores. En esos 46 años tampoco hubo concordia, pero lo peor estaba por venir. Y llegó el 9 de abril del 48. Un asesino dirigido mató al caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, incendiando como nunca la llama de la locura fraticida: 300 mil muertos documentados. La cúspide del horror. Luego: dictadura de Rojas, Frente Nacional, guerrillas, fraude electoral 1970, narcotráfico, paramilitares, corrupción generalizada, política carroñera, país secuestrado por la desvergüenza, engolosinado con la muerte violenta, borracho de sangre. ¿Hasta cuándo?