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Columna

El filtro

“En el mundo digital, el filtro debería ayudarnos a discernir, a detener la avalancha de odio...”.

MARTHA AMOR OLAYA

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El filtro, en su sentido más físico, es ese tejido que separa lo útil de lo nocivo: en una máquina, retiene las impurezas; en el agua y en el aire, purifica. Y en la comunicación pública, especialmente en la digital, el filtro debe impedir que la radicalización dañe la cabeza y el corazón.

En el mundo digital, el filtro debería ayudarnos a discernir, a detener la avalancha de odio o manipulación antes de que entre sin control a nuestras mentes. Sin embargo, en las redes, el filtro está fallando o ha sido reemplazado por algoritmos que, lejos de protegernos, amplifican lo más tóxico y adictivo.

Por eso, filtrar se vuelve un acto de resistencia personal: elegir a quién seguimos, qué compartimos, qué dejamos entrar y qué decidimos ignorar. En un mundo saturado de estímulos, opiniones, verdades a medias y emociones explotadas, el filtro es un salvavidas.

La estupidez humana, como decía Umberto Eco, encontró en la televisión una plataforma masiva para expandirse; pero con las redes sociales alcanzó velocidad y contagio. Antes, el problema era el monólogo de unos pocos en horario estelar; hoy, aunque sin duda hay más voces y más acceso, también hay más gente repitiendo lo que no entiende y compartiendo lo que no ha verificado. La diferencia es que ahora la ignorancia tiene eco, algoritmo y retuit, y cuando se disfraza de certeza, se vuelve más peligrosa. La multiplicación de voces no ha traído necesariamente una multiplicación de pensamiento crítico; al contrario, ha hecho más difícil distinguir entre saber y parecer saber.

César Caballer, en el programa de María Jimena Duzán, explicó recientemente que las redes sociales, particularmente X, no reflejan la realidad del país sino una burbuja minoritaria. Solo el 10% de los colombianos usan esa red, y dentro de ese grupo, el 30% está en Bogotá. Además, el 90% de los usuarios solo consume contenido sin interactuar, el 9% participa ocasionalmente y solo el 1% lidera las conversaciones. Esto significa que el discurso de odio está animado por una ínfima minoría.

Aplaudimos su rabia, la reenviamos, la retuiteamos como si fuera revelación. Mientras tanto, las voces sensatas, las que dudan, las que analizan sin trincheras ni etiquetas, quedan sepultadas en el lodo del algoritmo que prioriza la emocionalidad porque genera más interacciones.

Uno de los hallazgos reveladores de César Caballero es que Colombia no está polarizada. Lo que ocurre es que a los polarizados les damos megáfono, los amplificamos, los iluminamos con reflectores digitales y mediáticos. ¿Por qué? Porque nos seducen las emociones. Porque el ser humano, por instinto, reacciona más a lo visceral que a lo reflexivo. Y en la esfera pública, eso se traduce en algo urgente: necesitamos menos gritos y más pensamiento, menos reacción y más deliberación, menos algoritmo y más conciencia. Lo que está en juego no es solo el tono del debate, sino el tipo de sociedad que estamos alimentando. Usa el filtro.

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