El viento del norte se arrastraba por las riberas del río Tormes, se colaba por los amplios ventanales del claustro, casi quemaba la piel y raudo calaba hasta los huesos en esas crudas mañanas. Las vetustas sillas de gruesa madera amanecían gélidas. Por esas perversas convenciones segregacionistas las sillas delanteras de los salones de clase eran para los estudiantes adinerados.
En esos arreglos subterráneos que hacen los estudiantes desde que el mundo ha sido ya se sabía que los pobres del curso, en la filosofía eterna del rebusque, llegaban primero para sentarse en las bancas de los ricos para calentarlas. A la hora de entrada los ricos llegaban, ocupaban sus puestos ya calientitos mientras los pobres se desplazaban a la parte trasera del salón, más fría y lúgubre, con los pupitres congelados. Todo por el vil metal. En contraprestación, los maestros les permitían patalear para entrar en calor. Allí, hace casi 500 años, en el hermoso claustro de la famosa Universidad de Salamanca, en esas clases magistrales de Fray Luis de León, nació la manida frase de “el derecho al pataleo”.
Por arte de birlibirloque pasó a ser una actitud de protesta y se convirtió, según el diccionario, en “manifestar protesta o queja, especialmente cuando es inútil”. En otras palabras, es el derecho a protestar, aunque de nada sirva ni nada cambie. En nuestra Latinoamérica se dice “patadas de ahogado”, que, según el mismo diccionario, significa esfuerzos inútiles. Así es la sensación de muchos tras casi tres años de inútil espera para que él se recubriera de institucionalidad, se apropiara del liderazgo ganado en las urnas y gobernara una sola Colombia.
Inútilmente esperaron un cambio en la actitud pendenciera. Vanamente confiaron en que, por fin, el líder mundial de la paz desarmara los espíritus; el promotor universal de la vida la antepusiera por encima de todo. Muchos creyeron que, en la noche del sábado, él aprovecharía la tragedia para cambiar el discurso y convocar, unir a todos y que, arropado en la bandera del cambio, cual Gandhi colombiano, dirigiría un movimiento a la no violencia para desarmar la palabra, promover la sana discusión sin retaliación, permitir disentir sin agredir, criticar sin odiar, la controversia sin retaliación.
El optimista de siempre espera aún que, como hace unos años y en una masiva movilización, Colombia entera le diga ¡no! a los violentos, a esos bodegueros de las redes que con saña se lucran políticamente de cualquier nimiedad. Y aunque ese optimismo solo sea pataleo de ahogado, es obligatorio hacer uso del derecho al pataleo a sabiendas que, como decía Fray Luis de León: “Para hacer mal, cualquiera es poderoso”.