Hacen bien los gobernantes del Caribe en reclamar mayor autonomía de recursos y peso político para la región, aunque no debe obviarse que, para afianzar el justo liderazgo del que hace largo tiempo nos despojó el centralismo en la asimétrica forja de lo que hoy llamamos Colombia, nuestra identidad no puede depender de un patrimonio varado en el pasado, que a duras penas logramos custodiar. Desde que el turismo se masificó en ella, Cartagena pasó de ser el escenario mítico por donde transitaban Gabo, Mejía o Pedro Romero, a ser un museo que repite sus semblanzas pero donde la eclosión de mitos equiparables ya no es posible. Para lo público y lo privado, la producción patrimonial se considera una actividad clausurada, prefiriéndose explotar lo preexistente a estimular lo naciente y lo latente.

El principal competidor de Afinia es su mismo dueño
Javier Lastra FuscaldoSi la historia ha muerto y que en la ciudad solo se protagonizan supervivencias culturales, ¿cómo se motivarían entonces nuestros ancestros, con sus célebres vicisitudes, a emprender las mayúsculas maniobras por las que hoy son recordados y en cuyas consecuencias vivimos? ¿Cómo instigar hoy la responsabilidad ética y el goce de repercutir favorablemente en generaciones futuras? ¿Cómo despolitizar el arte en la ciudad y sanar un gremio viciado por servilismos y bajezas que nacen del hambre y derivan del mismo feudalismo que repudiaron nuestros próceres? ¿Cómo gestar y propagar un paradigma civilizado? ¿Cómo divulgar su magnitud, revelando el valor de su preservación a la ciudadanía, y en especial a sus representantes que se burlan abiertamente del arte y del artista?
¡Qué ganancias no supondría, para un sector tan pudiente como el del turismo, que se emitiese un mandato sólido, inequívoco, para la producción concertada de patrimonio cultural definitivo, asignado a los artistas de la ciudad! ¿Cuál es el miedo, si es que se apunta a la modernidad más allá de la facundia y la fachada? Apoyar el arte supone invertir cifras mucho menores a las que a diario estallan en los titulares de la corrupción desangrando al país, y aterra tener que explicar únicamente en términos pecuniarios el aporte crucial de los artistas al tejido sociocultural. Asusta deber someter lo que objetivamente es insustituible e indispensable, al ignaro y ambicioso olfato político: instinto ligado a escándalos mucho más graves que los que consiga provocar un artista insurrecto.
Quienes producimos el patrimonio inmaterial tenemos exigencias materiales y derechos rotos. Si los gobiernos del Caribe persisten en desconocer y desfinanciar lo culturalmente válido por cultivar enemistades y refrenar críticas, mal se articulará ante Bogotá su idoneidad para la relevancia que tanto se ansía recobrar y, para ciertos andinos, seguiremos siendo esos estereotípicos zafios beodos, zoofílicos y no presidenciables.