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Columna

Pedacito de cielo

“Ellas, madres y abuelas, dueñas y señoras de ‘Pedacitos de cielo’, graduadas en la universidad de los inoxidables sentimientos…”.

HENRY VERGARA SAGBINI

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Aún no se ha podido averiguar, con certeza científica, por qué en la Casa de los Abuelos, por humilde o encumbrada que parezca, ocurren todo tipo de milagros: guardería inigualable, multiplicación de panes y peces, hotel de cinco corazones, restaurante 72 horas al día, pedacito de cielo donde el amor jamás se muda ni marchita, por el contrario, brotan raíces profundas y vigorosas con el paso de los años; refugio inexpugnable en tiempo de tempestades, nido tibio y tranquilo donde no existe límite para el ‘Buen Samaritano’, siempre dispuestos a dar posada al magullado peregrino, quien con el bálsamo de los afectos y solidaridad, fortalece dignidades y recupera el sosiego. Cuando les recriminan su amor y perdón inconmensurables con sus hijos y nietos, responden, sin espacio a la réplica: “Son frutos de mis entrañas: les regalo mis brazos como trinchera, nada ni nadie me lo impedirá hasta cuando pueda levantarse de nuevo, erguidos, de cara al sol, frente a las estrellas, cabalgando victorioso en Rocinante de papel, sobre las alas invictas del cóndor o de la luciérnaga encendida.

Ellas, madres y abuelas, dueñas y señoras de ‘Pedacitos de cielo’, graduadas en la universidad de los inoxidables sentimientos, expertas en retirar espinas de pies y almas, restaurar fuerzas extinguidas por la traición y la avaricia, no olvidan a sus crías, aun después de partir al infinito y, desde allá retornan y los toman de la mano dispuestas a recorrer caminos convencidas que, ¡Siempre se puede empezar de nuevo! y, aferrada al Nazareno, responde a sus contradictores: “Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Lastimosamente, con el paso de los años estos seres de luz, inigualables, sucumbieron bajo la avalancha del ipso facto y del ‘¡sálvese quien pueda!’. Se esfumaron las Casas de padres y abuelos, esos ‘Pedacitos de cielo’ donde no necesitamos pedir perdón ni arrodillarnos. Ellas, dueñas de propiedades adivinatorias, al presentir el peligro, toman el lugar del Ángel de la Guarda e imperceptiblemente nos llevan a puerto seguro, acorazándonos con besos y caricias desde su vientre bendito hasta cuando nos llenamos de frustraciones, deudas, arrugas y canas. Expertas en sanar heridas de cuerpo y alma, multiplican caricias, panes y peces, milagros cotidianos.

Hoy, en plena madrugada, delirando en laberintos de nostalgia, evoqué tiempos idos y caminé presuroso con la intención demencial de visitar el nido extinto de mis padres y abuelos que se marcharon sin retorno: toqué puertas, hace mucho tiempo clausuradas, pero volví, ¡vaya milagro!, a escuchar sus voces indicándome que, sobre la estufa estaban los kibbeh y el tahini, en la nevera el jugo de corozo y, con las gotas exactas de limón y la pisca de sal, mi ensalada.

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