En Colombia, cada vez que se menciona una reforma laboral, se levantan voces de protesta, marchas, paros y largas discusiones en medios y redes. Esta semana no fue la excepción: sindicatos, centrales obreras y sectores políticos salieron a las calles en defensa de unos derechos que —aunque legítimos— no representan la realidad de la mayoría de los trabajadores del país.
La paradoja es evidente: la reforma laboral que hoy se debate, y que motivó el paro, se centra en fortalecer derechos ya adquiridos por quienes tienen un empleo formal. Pero el 56,4% de los trabajadores colombianos viven de la informalidad, según el DANE. Es decir, más de la mitad de la población económicamente activa no tiene contrato, no cotiza pensión, no tiene salud contributiva, ni horas extra, ni primas, ni indemnizaciones. Trabajan en la sombra del sistema, sobreviviendo con ingresos inestables, sin garantías ni protección real.
¿Por qué las manifestaciones no fueron concurridas?
Mientras algunos marchan para defender sus condiciones actuales —valioso y necesario—, millones de colombianos no pueden permitirse dejar de trabajar ni un día para unirse a ese paro. Son los vendedores ambulantes, los domiciliarios por aplicación, las mujeres que hacen aseo por días, los mototaxistas, los trabajadores del agro sin seguridad social. Gente que lleva años siendo invisible para el Estado, para los empleadores y, muchas veces, para los sindicatos.
El debate sobre la reforma laboral parece girar en torno a un país que no existe más: el del empleo estable, con oficina, prestaciones, vacaciones y sindicato. Pero ese modelo es hoy un privilegio. Solo el 44% de los trabajadores goza de ese esquema. Y de ellos, una parte significativa está en el sector público o en grandes empresas.
La reforma busca, entre otras cosas, limitar los contratos por prestación de servicios, reducir la jornada nocturna, hacer más costoso el despido y promover la estabilidad laboral. Pero ¿cómo se traslada eso a un trabajador que nunca ha tenido un contrato legal?
El riesgo es que se profundice aún más la informalidad. Si el costo de contratar formalmente se vuelve más alto, muchas pequeñas empresas optarán por no hacerlo. Y quienes hoy están en la frontera entre lo formal y lo informal podrían ser empujados hacia la ilegalidad laboral.
Es momento de repensar la conversación. No basta con proteger a los que ya tienen derechos; hay que ampliar el marco de inclusión. El foco debería estar en cómo incorporar a esos millones de trabajadores informales al sistema, sin asfixiar a los empleadores ni desincentivar la contratación.
Una reforma laboral justa no es solo la que defiende lo ganado, sino la que extiende derechos a quienes nunca los han tenido.