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Columna

La tiranía del individualismo

“Asistimos a una segunda revolución individualista que nos otorga licencia para tener todo tipo de deseos...”.

Yezid Carrillo De La Rosa

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El siglo XXI ha sido testigo de una situación inédita: la abolición progresiva de la base social común y el surgimiento de un individuo soberano siempre insatisfecho, siempre ansioso y desilusionado, que descree de los proyectos políticos colectivos y de los metarrelatos ideológicos (liberalismo, comunismo, cristianismo, etc.), los cuales -desde el siglo XIX- habían facilitado la cohesión en torno a determinados proyectos comunes; se trata de un individuo que no acepta que nadie hable en su nombre y que solo atiende a sus deseos y pensamientos.

Lo anterior ha estado asociado a un fuerte proceso de repersonalización y atomización individual que se ha suscitado desde finales del siglo pasado y que ha conducido, por una parte, al debilitamiento de los lazos afectivos, sociales y culturales duraderos y, por otra parte -como advierte Eric Sadin-, a la disolución de la sociedad, que se ha transformado en una especie de “totalitarismo de la multitud” en el que la tiranía ya no la ejerce la mayoría sobre las minorías, sino el individuo, una especie de “nuevo déspota posmoderno” que solo reconoce como legítimo su punto de vista y su proyecto particular de vida, con lo cual se multiplican los antagonismos irreconciliables debido a las variadas perspectivas éticas, estéticas e ideológicas que cada una defiende, por ejemplo, alguien puede ser hoy feminista, vegano y cisgénero y otra persona, animalista, ambientalista y transgénero.

Como lo he señalado en otros escritos, hoy asistimos a una segunda revolución individualista que nos otorga licencia para tener todo tipo de deseos y aspiraciones, y que nos impulsa a construir lazos coyunturales y circunstanciales según las coincidencias identitarias, pero que como el dios Jano tiene dos caras: una romántica, liberadora y profundamente democrática, que ha permitido el reconocimiento y ampliación de los derechos para muchas minorías históricamente excluidas, así como su inclusión en los nuevos escenarios de deliberación política; y otra atroz, profundamente involutiva y antidemocrática, cuando estos individuos pasan de ser grupos identitarios que luchan dentro de las reglas del sistema y se convierten en “tribus radicales” fundamentalistas.

Cuando sucede esto último, el resultado es, por una parte, la fragmentación de la sociedad en una infinidad de tribus identitarias que se agrupan según sus particularidades (sexo, raza, genero, edad, etc.) y la religión secular que profesan (feminismos, wokismo, ambientalismo, etc.), cada una luchando por imponer su propia narrativa y su particular visión del mundo; y por otra parte, la transformación del espacio político, que en las democracias liberales venía siendo ocupado por los partidos de centroderecha y centroizquierda, para ser copado por sectores radicales que anteponen sus creencias y mitologías a los valores democráticos, que promueven y multiplican los discursos del odio y que descreen de la deliberación, del consenso racional y de las instituciones.

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