Cada vez más, siento que navegamos en un país a la deriva. La Presidencia de la República, institución revestida de autoridad moral y llamada a liderar las decisiones que moldean nuestro futuro, hoy es percibida como espacio de confusión, habitado por figuras menores y generador de decisiones mayores sin trascendencia. El presidente Petro, a quien muchos acompañamos por la promesa de un cambio real, denota estar extraviado. A ratos desafiante, a ratos solitario, parece más preocupado por preguntas retóricas que por soluciones concretas.
En medio del ruido de las consultas y las reformas, el retroceso es brutal en varios frentes. La seguridad ha vuelto a ser un motivo de desvelo: el Catatumbo y otras regiones viven en zozobra permanente, mientras la ‘Paz Total’ no ha pasado de ser un eslogan desgastado. La educación, pilar de cualquier transformación seria, avanza a paso de cangrejo. Aparentemente hay presupuesto, pero los resultados son imperceptibles. ¿Dónde están los nuevos profesores? ¿Las mejoras en infraestructura y calidad de la educación? ¿El acceso de jóvenes pobres a universidades públicas? ¿Los institutos de investigación? El Icetex, en lugar de fortalecerse, refleja debilidad. La salud, por su parte, está degradándose sin remedio. Necesitamos reformas, es evidente, pero el camino debe recorrerse paso a paso, los saltos gigantes, abruptos, nos llevan al abismo.
Alarmante es la sombra creciente de la corrupción, esa que supuestamente no tendría cabida en un gobierno distinto. La crisis de los carrotanques sigue sin solución. Los audios de Benedetti, en su papel de operador incómodo, lo atan más por lo que sabe que por sus capacidades, haciendo más daño que bien. Y lo de Sarabia en la Cancillería evidencia que la política exterior importa poco.
Frente a los escándalos, en vez de ofrecer respuestas o asumir responsabilidades, el presidente opta por rituales simbólicos, cabildos y discursos, como si gobernar fuera participar en una asamblea perpetua. Mientras tanto, los hospitales colapsan, las escuelas continúan su deterioro, los niños siguen siendo desplazados o reclutados por la violencia, la deforestación arrasa nuestra mayor riqueza, la biodiversidad, y la contaminación corroe desesperadamente nuestra salud.
La Presidencia no es una tribuna para culpar al pasado ni una tarima para leer listas de votos. Es el espacio para gobernar, para desactivar la polarización, construir consensos, y ejecutar soluciones concretas sin caer en lo macondiano. Cuidar la nación implica saber rectificar cuando las estrategias fallan, respetar las decisiones del Congreso y de los jueces, y actuar como uno de los tres poderes públicos, no como uno por encima de los demás. Requiere un gabinete competente, coherente y verdaderamente comprometido con el país. No más cháchara, es hora de gobernar.