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Columna

Abismo generacional

Para aquel adulto mayor, abogado o médico —la dupla profesional por excelencia—, el joven representa el síntoma de una sociedad en declive.

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La juventud de este antropoceno posmoderno que habitamos tiene la mala fama de estar compuesta por generaciones inconsecuentes, frágiles y superficiales. Y ese juicio, parcialmente estereotípico, tiene un asidero histórico y tecnológico significativo, entre otros. Indiferentemente de si las generaciones que nos preceden tienen el derecho inmanente de enjuiciarnos, es un hecho que en sus experiencias vitales encontraremos puntos de referencia y comparación que suponen una realidad histórica y tecnológica tremendamente dispar de los que nos criamos en la era de la posverdad, el negacionismo, las conspiraciones, el Tik Tok y el life coaching. Un joven que ve en la pandemia un plan macabro organizado por el Estado profundo para reducir la población mundial. Un adulto mayor que vivió La Violencia y atesora un presente relativamente pacífico. El joven puede ver en el miedo del adulto la prolongación de un pensamiento arcaico y retrógrado, de un tiempo que no vivió y por eso subestima; el adulto, consciente de la precocidad y la inexperiencia del joven, advierte su peligrosa ingenuidad y desaforado alarmismo. Ese mismo muchacho, que estudió comunicación social, se convierte en coach especializado en trabajo remoto mientras se desempeña como influencer o streamer de medio tiempo. Para aquel adulto mayor, abogado o médico —la dupla profesional por excelencia—, el joven representa el síntoma de una sociedad en declive, de un futuro preocupante. El contraste es abismal; el andar irremediable del tiempo marca las distancias y tergiversa las prioridades de cada uno, diluyendo cualquier posibilidad de mutua comprensión.

Hay dos premisas que delatan notablemente ese abismo de incomprensión generacional. La primera es que la envergadura de los acontecimientos históricos del siglo pasado, vistos desde el período en que nos criamos las generaciones Y y Z, trivializa peligrosamente los problemas del siglo XXI. En un marco global, la Guerra Fría solapa la gravedad de la Guerra de Ucrania. En uno nacional, el conflicto armado interno —quizás el más largo de la historia moderna— ensombrece la amenazante desideologización de los grupos armados de izquierda y su transición hacia modelos económicos despolitizados. Por otro lado, en un marco americano, las dictaduras de los inestables países del siglo pasado oscurecen la reciente instrumentalización de las telecomunicaciones durante las elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Y no se trata aquí de evaluar si los problemas sociales del siglo XX fueron peores, sino de identificar las implicaciones de esa banalización del presente.

En segundo lugar, directamente relacionado con el primer punto, las generaciones jóvenes hemos de reconocer que la tecnología, en su afán de eficiencia y automatización, nos ha empujado paulatinamente a un cómodo estado de inmovilismo social, un proceso imperceptible —oculto bajo la hiperconectividad de las redes— que delata nuestra propia obsolescencia programada. La digitalización mal concebida atrofia nuestra capacidad comunicativa y nos sume en una crisis identitaria que puede parecer benigna. A merced del autocorrector de nuestros teléfonos o los generadores de textos basados en la IA, la ortografía y la gramática colectiva tienden a la deficiencia. Nuestro rango léxico promedio oscila entre las 1.000-1.500 palabras —teniendo en cuenta las más de 93.000 palabras consignadas en el DRAE—. Pero aclaro, el mensaje no es aspirar a convertirse en un erudito petulante. Más bien, sería ideal emprender una búsqueda activa de diversos entornos comunicativos y múltiples registros, reconocer el valor del discurso académico y el coloquial, de la investigación formal y la sabiduría milenaria de lo popular.

Todo a sabiendas de que la libertad de opinión junto a la velocidad con que se disemina la información en este mundo hiperglobalizado nos adentra en una selva informática, un follaje de medias verdades que obstruye nuestro acceso a la luz solar, al conocimiento. Basta con ver el documental de Netflix llamado La Tierra es plana, en el que un grupo de terraplanistas aboga por llevar su “verdad oculta” al mundo —principalmente a Norteamérica—. Y la sensación que el documental deja es que estas personas no tienen la más mínima voluntad de adherirse al método científico, a pesar de que a través de él intentan probar su descabellada teoría, sino que además se intuye en esa pequeña comunidad una cohesión poderosa, más parecida a un grupo de apoyo que a un semillero. Y quizás eso es lo que buscan: empatía.

En lo que a mí concierne, el factor más inquietante de este abismo generacional radica en la dicotomía de percepciones suscitada por esa convergencia entre historia y tecnología. Nosotros, los herederos de una historia comparativa y aparentemente más dócil, hijos de una era tecnológica omnipresente e intrusiva, caemos con facilidad en la desinformación. Y de ahí estamos a un paso de pensar que las verdades indefectibles de la ciencia son cuestionables, que detrás de toda catástrofe hay una arquitectura malvada, que los problemas de la sociedad son culpa del otro, del que es diferente. Realmente, solo hace falta curiosidad intelectual, conciencia social y humildad. Entender que la verdad no es la que nos conviene ni la que nos refugia, que también duele; que la duda es saludable, la incertidumbre humana y la ignorancia ubicua; que hay que leer al novelista y escuchar al abuelo.

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