La calle era un incendio. Mientras, la vida apenas respiraba con el eterno bochorno de las tardes de sábado, antesala obligatoria de las eternas parrandas lubricadas con el único alcohol que en ese mundo existía y que fluía, con displicencia coqueta, de la misma obesa botella castaño oscuro de esbelto cuello y tacaño hocico que miles de veces había sido destapada en aquellas tierras vallenatas.
En la terraza, como cada semana, los mismos seis veteranos amigos dejaban de lado, por pocas horas, eternos regateos celebrados con la ancestral sabiduría fenicia que corría desde hace miles de años por sus venas. Él, ignorante jugador, promovía las jugosas experiencias vividas, propias, ajenas o míticas leyendas urbanas de los seis curtidos contertulios. Así, los sabios cuenteros se explayaban en una de esas historias cientos veces contadas, cada vez más largas, originales e incunables; mucho mejores en cuanto más fluido saliera de la mágica botella, hasta el punto que parecía ser ella la que contaba y no el cuentero. Entre tanto, mientras hablaban y consumían ancestrales refrigerios, los eximios jugadores adornaban la vetusta mesa de brava madera con hermosas fichas de madera o marfil, que disponían una después de otra en riguroso y numérico orden. De vez en cuando el estruendo de una ficha arrojada sobre la mesa sobresaltaba al amodorrado Valle.
Otra tarde de sábado, otra mesa, otra ciudad. Otra gente, algunos amigos de la vida, otros desconocidos hasta ayer y amigos de hoy. El mismo juego convertido en marrullera excusa para compartir triviales sucesos, suculentas viandas y bebidas, apetitosos chismecillos y, de cuando en vez, trascendentales experiencias. En paralelo, el placer morboso del oponente que sabe que ahorcó el doble seis o la burlona carcajada generalizada luego de haber cerrado inútilmente el partido para que los otros ganaran o el delicioso fracaso de tener que salir del juego a disfrutar de quienes quedan, amarrados a unas eternas reglas. La primera, afortunadamente jamás cumplida, afirma que el inventor era mudo.
El dominó, como la vida, es tan simple y complejo como lo queramos. El objetivo final en el juego es ser el primero en quedar con las manos vacías. En la vida es igual, aunque no lo creamos, ganadores y perdedores nos vamos con las manos vacías.
Yo he querido ver en ello una enseñanza filosófica de la pulcritud que extrañamos en algunos gobernantes, que olvidan que deberían salir con las manos vacías y los bolsillos llenos de honestidad, y que al pararse de la mesa solo debería quedar el grato recuerdo del bien común logrado. ¡Pero no!, como dice El jugador “no persiguen más que un fin: ganar o quitarle algo a los demás”.