En la mitología griega se habla de Procusto y lo describen como un malhechor que ofrecía hospedaje a las personas para después obligarlas a acostarse en una única cama de hierro y, si no encajaban en ella, las estiraba o cercenaba hasta ajustarlas a su medida exacta.
De esta historia nace el síndrome de Procusto, o del idiota, que alude a aquellas personas que intentan forzar a los demás a ajustarse a su forma particular de ver o entender el mundo.
Quien lo padece exhibe una profunda falta de empatía y una inseguridad arraigada. No soporta que otros destaquen o piensen distinto, porque el éxito ajeno amenaza su frágil autoestima.
Antes que celebrar la diversidad de talentos o ideas, el “procustiano” opta por uniformar el comportamiento ajeno, si alguien sobresale intentará cortarlo; si alguien no alcanza su estándar, procurará estirarlo a la fuerza.
Detrás de esta actitud evidentemente resaltan la envidia de quien no tolera que otro brille más y el narcisismo de quien se cree la única medida suficiente de lo correcto.
La persona con este síndrome suele rodearse de subordinados aduladores, creando a su alrededor un entorno mediocre donde nada ni nadie sobresalga demasiado. Es incapaz de reconocer méritos ajenos y vive con miedo constante a quedar opacado, se dedica a cercenar las iniciativas de quienes podrían evidenciar sus carencias. En cada Procusto hay un pequeño déspota inseguro que prefiere ser cabeza de un ámbito gris antes que permitir que alguien lo ponga en entredicho o lo supere.
No es casual que se le llame también síndrome del idiota. Esta palabra proviene del griego idios (lo propio) y aludía originalmente a quien solo ve la realidad desde su óptica personal, sin reconocer la perspectiva ajena. El idiota concibe al mundo según su medida exclusiva, excediendo el axioma de Protágoras “el hombre es la medida de todas las cosas”.
El “procustiano” toma esta máxima al pie de la letra y supone que solo él es la medida de todas las cosas y cualquier pensamiento o conducta que se salga de su estructura es un exceso que toca amputar o un defecto que hay que forzar, como si la diversidad humana pudiera encajarse en un traje tipo sastre o en un uniforme obligatorio. Esta mentalidad aparece, por ejemplo, en la política cuando no se tolera el disenso ideológico y los gobernantes desprecian y castigan a quien no se alinea con su única visión.
Reflexionar sobre este síndrome es denunciar esa tentación tóxica de querer a todos uniformados de pensamiento. La grandeza de una sociedad radica en la pluralidad y en la capacidad de convivir con la diferencia. Por eso, es necesario superar la mirada idiota y ensimismada para liberarnos de la cama de hierro de Procusto y permitir que cada persona despliegue su altura y singularidad sin miedo a ser mutilada o forzada a encogerse.
*Abogado.