Hoy día se dedican muchos recursos al entrenamiento de la IA y al desarrollo de modelos de aprendizaje profundo que usan algoritmos para extraer y transformar información en diferentes áreas del conocimiento. En paralelo a ello, se constata el declive del aprendizaje humano según las nuevas generaciones prescinden de la más elemental noción de curiosidad, amparándose en la tecnología para suplir pobremente sus lagunas. Es cierto que, desde Carlomagno y aquel primer augurio de modernidad pedagógica, ha progresado en gran medida la calidad de la educación y se ha ampliado el acceso al pensamiento abstracto y a la técnica a una porción importante de la población. La paradoja es que, ante la explosión reciente de recursos de aprendizaje, los humanos contemporáneos luzcamos tan desencantados con el conocimiento mismo, al punto de haber relegado su manejo a lo poshumano.
Los sistemas educativos de muchas naciones se resquebrajan y no logran (o no les conviene) contener el culto a la involución que la cultura industrial del simulacro ha instalado en predominancia, para beneplácito de pocos y en detrimento de casi todos. Neutralizados los estímulos de antaño para el cultivo del conocimiento entre humanos, hoy se apuesta más por estimular a las máquinas, buscando a toda costa una singularidad tecnológica con recias implicaciones. Querer enseñarles a las máquinas a ser humanas para olvidar cómo serlo nosotros es no solo absurdo sino temerario. Como máquinas de aprendizaje que somos, el hecho de fabricarlas podría potenciar nuestra cognición e impulsar nuestro desempeño, pero este modelo neglige el aprendizaje humano y se basa en la explotación de la pereza. Esterilizada la creatividad, extintas en nosotros las abejas y averiado el instinto de polinizar, seremos poco más que autómatas completando un atroz trueque de funciones.
En la Segunda epístola de Pedro, se lee que el conocimiento no es alcanzable sin fe ni virtud, y que deberá enriquecerse de otros atributos para desembocar en la caridad, como esencia del amor cristiano (2 Pedro 1:5-8). Conocer algo implica una responsabilidad; a la que han de añadirse -según la epístola- las cualidades sucesivas de templanza, constancia, piedad y empatía, que construyen la caridad, y sin la cual la esterilidad y el ocio vician las vidas. Desde el surgimiento del pensamiento abstracto en nuestra prehistoria, el designio humano siempre fue la superación de sus límites; su claudicación actual no es fruto de un agotamiento implícito en su naturaleza, sino que resulta de una ingeniería sociopolítica planificada con perfidia. Si el propósito del conocimiento no yace en el amor, en el sentido ecuménico, universal y fulgurante del Evangelio, se disipa el propio impulso de conocer y se desintegran las funciones humanas naturales.