Milagros tiene solo 3 años y nació con parálisis cerebral. A su corta edad, ya ha enfrentado una de las formas más silenciosas de exclusión en Colombia: no tener su certificado de discapacidad (RLCPD). Su familia (mamá y hermanito), sin recursos ni guía, ha quedado atrapada en una maraña de trámites, requisitos y esperas interminables. Hoy, por fuera de cualquier subsidio o programa. Mientras tanto, Milagros y su mamá, cuidadora, siguen sin acceso a los apoyos que necesita o, por lo menos, la oportunidad de ser priorizadas. Sin transporte especial, sin prioridad en salud, sin vivienda digna. Sin derechos.
Como ella, miles de niños y niñas en el país enfrentan barreras desde el nacimiento. No porque su condición lo imponga, sino porque el Estado decide mirar a otro lado o simplemente atrapados en la tramitología.
Clara e Isaac de Jesús conocen bien ese camino. Ellos, a pesar de su evidente discapacidad llamada acondroplasia, luego de una espera de varios años, finalmente lograron obtener sus certificados, pero solo después de muchos años de lucha. Una lucha que jamás debió existir. Porque cuando una discapacidad es evidente desde el nacimiento, el Estado no debería obligar a nadie a mendigar un papel para existir en el sistema. ¿Por qué no facultar a los hospitales en el caso de las discapacidades notorias , o quizás nuevamente a las EPS, que hacen menos oneroso y dispendioso el trámite?
Hablo desde la indignación, pero también desde la experiencia. Cuando fui director de cobertura educativa de la Secretaría de Educación de Cartagena, creamos el programa Escuela Inclusiva, reconocido hoy a nivel nacional. Desde entonces, he visto cómo el Estado gira recursos para apoyar a los estudiantes con discapacidad, pero solo si están marcados en el sistema, y tener el certificado es la forma de poder hacerlo, salvo excepciones que se hacen para no violentar aún más sus derechos. Pues si no lo tienen, no existen. No hay apoyos o priorización, no hay recursos, no hay inclusión. Así de cruel es.
Durante años, la normativa ha cambiado, prometiendo mejorar. Pasamos por la Resolución 583 de 2018, la 113 de 2020, la 1239 de 2022 y ahora la 1197 de 2024. Pero la realidad sigue siendo la misma: un subregistro inaceptable y en aumento, y una centralización del procedimiento que lo vuelve inaccesible para los más vulnerables. Hoy, si una familia no tiene recursos para ir periódicamente a los entes territoriales a suplicar que se destinen los recursos para contratar las valoraciones, simplemente queda por fuera. Hasta que San Juan agache el dedo, como decía mi mamá Betty.
En Cartagena, de acuerdo con el nuevo RLCPD implementado con la resolución 1197 de 2024, se han certificado 5000 personas aprox. Sin embargo, si se compara con las 17.085 que se autorreconocen con discapacidad, esto indica que más de 12.000 personas en el distrito siguen sin el certificado. Esto representa apenas un 28,9 % de cobertura, sin contar que se estiman más de 40 mil con esta condición.
Y esto no tiene sentido. Cualquier entidad que cuente con el personal idóneo para valorar debería poder generar un certificado de discapacidad. No hay razón técnica ni humana para limitar este derecho a unos pocos centros y a los pocos recursos con los que cuentan las alcaldías y/gobernaciones, en especial los de 5ta y 6ta categoría, aunque no se escapan los de 1era y categoría especial como Cartagena, mientras miles esperan en silencio. Se presume que el subregistro supera el 400 %.
Por eso propongo la Ley Milagros. Una reforma normativa que permita que discapacidades evidentes desde el nacimiento —como el síndrome de Down, la ceguera, la sordera o la parálisis cerebral— sean certificadas de forma inmediata por el mismo personal médico que atiende el parto o por cualquier entidad de salud habilitada, sin procesos engorrosos. Es una medida simple, pero con un impacto profundo.
Porque la discapacidad no es una percepción. Es una condición humana. Y el Estado tiene la obligación de facilitar el camino, no de llenarlo de obstáculos.
Colombia no necesita promesas vacías. Necesita voluntad política para hacer pequeños cambios que transformen vidas. Necesitamos leyes que reconozcan, no que revictimicen. Necesitamos justicia para quienes viven con discapacidad y también para quienes los cuidan: madres, padres, esposos, hermanos. Porque cuando el sistema no los apoya, no solo abandona al individuo… abandona a toda una familia.
Es hora de actuar.
Es hora de que la ley escuche. Así comienza el verdadero cambio.