Las recientes misivas del excanciller Leyva al presidente Petro y las reacciones que han suscitado son prueba ineludible de que la política ha podrido completamente la vida pública, la “res” de Plinio y Cicerón. Que un diplomático, rizando el rizo con frases cargadas de barroca erudición, se deje caer en un “más sin embargo” (tildando encima el pleonasmo), no debería perdonarse. Aún menos el críptico mensaje de Petro en medio de tan serias acusaciones y del derrumbe del Congreso de la República: “Almoarecer busvo en em amor la.foema de extraee dinwros para pagar campañas en Bohitá”. ¿Y qué tal Díaz-Balart que, señalado por Petro de estar tras el embate de Leyva, se queja de que este no escriba bien su nombre, asociando su vicio ortográfico al de sustancias y cayendo acto seguido en su propia trampa, al escribir el deseo de que Petro supere su “adición” [sic]? Claro está que Trump, experto del esperpento político lanzado en cortina de humo para camuflar tiranías privadas, abrió el baile en su primera presidencia cuando tuiteó el indescifrable término “covfefe”, que se viralizó.
Si a Quintero no le importa usar lenguaje sedicioso y que millones enaltecen los vulgares mugidos de la farándula, si los dueños del arte en Colombia pueden enlodar a granel a un artista, reducirlo al desempleo y empujarlo al exilio, si lo legado es sepultado u olvidado, si usar mano izquierda obtiene el mismo resultado que golpear con ella la mesa, ¿qué registro queda por transgredir? Apenas lo identifique, incidiré en él, pues es mi función y la prerrogativa de mi dignidad: no ser ese “Mozart asesinado” de Saint-Exupéry, resistirse a la pétrea mansedad y apedrear a sus verdugos. Manifestaciones, huelgas de hambre, “propaganda por el acto”: todo mecanismo de resistencia ha sido invalidado. No hay área del lenguaje cuyos resultados arrojen beneficios fuera de un círculo cada vez más restringido. Quienes integran esa oscura élite y los tecnócratas que la apuntalan están enfermos; y deben ser depuestos.
Quien escribe, si peca a menudo por lo barroco de su retórica e incurre (no siempre por pie propio) en ofensas a su lengua materna, por lo menos no expolia el lenguaje mismo hasta secuestrar su función y desviar su significado sino que —muy al contrario y a contravía del popular apego a la estulticia— insiste en que el lenguaje es el camino. Pero estando así la cosa (la “res”), políticos, abogados, administradores, terratenientes, empresarios y hasta delincuentes (de no coincidir con los anteriores), deberían de perder el uso del lenguaje por el momento y, por supuesto, el monopolio de la “res publica”. ¡Ya basta de otorgarle el control de nuestras vidas a estas funciones artificiales asumidas por quienes, al acabar su turno, son los únicos con aparente derecho a la “res privata”!