Hay algo profundamente contradictorio en ciertos liderazgos: teniendo en sus manos el privilegio de transformar una nación, terminan atrapados en el eco de su propia voz. La oratoria seductora y la erudición afilada pueden deslumbrar a quienes son más frágiles ante el discurso, pero no cimientan el progreso. Mucho menos cuando se usan no para servir, sino para dominar la narrativa pública a cualquier precio. Un verdadero líder entiende que la humildad es una forma de sabiduría: que la conducción del Estado no debe confundirse con reafirmaciones del ego, y que gobernar no es imponer absolutos, sino gestionar la complejidad. La obstinación narcisista, en cambio, convierte el poder en un instrumento para dictar visiones personales, dejando de lado la construcción de un futuro sostenible.
Y cuando el deseo de reafirmarse eclipsa la vocación de servir, el discurso se llena de promesas ilusorias, diseñadas no para impulsar el progreso colectivo, sino para consolidar lealtades. Hoy, la administración de quien dirige el país exhibe una peligrosa inclinación a fomentar una creciente dependencia del Estado, presentado como la única respuesta a las necesidades sociales, mientras su propia ineficiencia alimenta esos mismos males que dice enfrentar. Se perpetúa así un círculo vicioso: prometer alivios inmediatos a cada carencia satisface la urgencia del momento, pero a largo plazo desactiva la fuerza productiva de la sociedad, destruye la cultura del esfuerzo, arraiga la dependencia como norma y, en ultimas, amplifica la pobreza que pretendía combatir. No es la anulación del interés personal, sino su expresión auténtica dentro de un marco de respeto y legalidad, lo que permite que florezca el bienestar colectivo. El deseo de prosperar, de crear, de innovar, de alcanzar metas propias —esa energía que muchos pretenden suprimir en nombre de un ideal abstracto— es, en realidad, la savia que nutre a las sociedades prósperas. La industria, la codicia legítima, la ambición bien encauzada, lejos de ser enemigos de la justicia social, son los engranajes que construyen riqueza, conocimiento y oportunidades para todos. Al final, el beneficio individual y el bien común no son opuestos: son, en el fondo, dos caras de la misma moneda. Un país donde los ciudadanos pueden perseguir sus sueños y materializar sus aspiraciones es un país donde el progreso deja de ser un eslogan vacío y se convierte en una experiencia compartida.
El deterioro no es casual: responde a decisiones erráticas, nacidas más de impulsos personales que de cálculos prudentes y estructurales. La estabilidad económica nacional, ya frágil, ha quedado a merced de un liderazgo que improvisa como método y polariza como estrategia. Así, los pilares que sostienen la confianza —la previsibilidad, la coherencia, la responsabilidad fiscal— se erosionan silenciosamente, dando paso a un ejercicio de poder marcado por la imprudencia, la arbitrariedad y la siembra constante de incertidumbre; todo en función de un único propósito: adueñarse de la narrativa, sin importar la tranquilidad pública.
Herencias de un liderazgo imprudente
Los frutos de esta conducción personalista se manifiestan hoy en varios frentes:
Fracaso en las grandes reformas
Las ambiciosas reformas a la salud, las pensiones y el trabajo han enfrentado un rechazo generalizado, incluso entre antiguos aliados políticos. El Congreso ha frenado o desmantelado buena parte de estas iniciativas, representando significativas derrotas políticas para el gobierno.
Deterioro económico
En 2024, la inversión extranjera directa en Colombia cayó un 15,2%, sumando US$14.234 millones, una de las reducciones más significativas en años recientes. Además, el déficit fiscal se incrementó hasta un 6,8% del PIB, superando la meta establecida y generando preocupaciones sobre la sostenibilidad fiscal del país.
Inseguridad energética y productiva
Las decisiones de suspender nuevos contratos de exploración petrolera y prohibir el fracking, aunque impulsadas bajo el discurso de la transición energética, han sembrado incertidumbre en un país donde los hidrocarburos representan más del 50% de las exportaciones.
Aislamiento institucional
Una postura cada vez más confrontativa frente a la Corte Constitucional, la Fiscalía y los medios de comunicación ha contribuido a erosionar el diálogo institucional y profundizar la polarización.
Rotación ministerial y fracturas internas
La constante rotación en los altos cargos del gobierno ha revelado una gestión caracterizada más por la búsqueda de complicidades políticas que por la construcción de equipos técnicos sólidos.
A esta inestabilidad se suma el abierto distanciamiento de antiguos colaboradores cercanos, algunos de los cuales han hecho públicas sus críticas. Las fracturas internas, antes disimuladas, hoy se exhiben sin pudor, revelando que el proyecto de transformación enfrenta no solo resistencias externas, sino también grietas profundas en su propio núcleo.
Una oportunidad desperdiciada
La historia demuestra que la transformación real requiere paciencia, prudencia, visión de largo plazo y, sobre todo, la capacidad de escuchar. Pero para quien ve el disenso como amenaza, el resultado es inevitable: promesas de cambio que terminan alimentando nuevas formas de estancamiento y frustración. La llegada de un gobierno de izquierda, tras décadas de hegemonía conservadora y centrista, encendió en muchos la esperanza de una renovación profunda. Sin embargo, para gran parte de quienes confiaron en esa promesa, el tiempo ha traído decepción. Y para quienes advertían sobre los riesgos de un liderazgo imprudente, la realidad ha terminado por ratificar sus temores. El país, mientras tanto, paga el precio de un liderazgo que no ha sabido —o no ha querido— ser más grande que su propia narrativa.