Como corresponsal informal de El Universal en España tuve el dudoso placer de ser testigo de primera línea del apagón general sufrido el lunes de la semana pasada. Más o menos a las 12.30 p. m. estaba yo escribiendo en el computador de mi despacho cuando todo se fue a negro. Acostumbrado, como estoy, a los apagones tras casi una década viviendo en la Costa caribe colombiana, opté por la solución más lógica cuando no puedes trabajar: echarme una siesta. Me recosté en el asiento y me dormí durante más o menos una hora.
Imaginen mi sorpresa cuando, al despertar, descubrí que la luz aún no había vuelto. Me asomé a la ventana y miré al exterior. Vale, hay un compañero que acaba de subirse al carro y funciona. Luego no ha sido un ataque nuclear (ya saben, el pulso electromagnético), ni tampoco una llamarada solar que lo haya freído todo. Sea lo que sea, no ha sido algo, digámoslo así, definitivo. Ya volverá la luz. Con esa idea me propuse hacer algo más de tiempo, así que abrí mi loncherita y tomé el almuerzo. Acabado este, y viendo que la luz no volvía, salí del despacho. Llegado a la puerta de la facultad encontré compañeros y alumnos que decían que media Europa estaba a oscuras, que habíamos sufrido “un ataque”, que la refinería del puerto había explotado y estaba en llamas, algunos decían de ir a comprar leña, otros que sabíamos que este día llegaría… La reunión tenía cierto aire de grupo de gallinas corriendo en todas las direcciones.
Decidí irme de la universidad. Allí no hacía nada y, puestos a no hacer nada, mejor no hacerlo en casa. Un profesor se despidió diciéndome “Adiós y suerte, si no volvemos a vernos”. Subí al coche y al ponerlo en marcha escuché la radio y recibí la primera información fidedigna: apagón generalizado en España y Portugal, la calma era general en todo el país, los aeropuertos y hospitales seguían funcionando con generadores diésel, la población demostraba civismo, no se sabían las causas del apagón. Volví sin mayor problema a casa (la autopista aun no estaba congestionada). Pasé antes por el supermercado, donde había luz, pero se veía a algunos comprando con disimulada ansiedad. A las dos horas volvió la luz a casa. Encendí la televisión y vi que poco a poco la situación nacional se normalizaba. Tardó unas diez horas más en normalizarse en todo el país. Mi moraleja es sencilla y a la vez atroz: cuando has vivido en la Costa colombiana, el fin del mundo no te impresiona. Tristemente, ya estás acostumbrado.