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Columna

La oportunidad de abstraerse

“La irresponsabilidad cultural y espiritual que exhibimos sin tapujos se extiende a todos los pueblos, géneros, edades...”.

Francisco Lequerica

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En los albores neolíticos del sedentarismo, iniciándose las funciones sociales modernas y a la orilla de la curiosidad espiritual, los humanos alcanzamos una bonanza evolutiva en que —por vez primera— tuvimos la oportunidad de abstraernos. Mientras la tribu fue nómada, subsistió en su esencia una animalidad: expuesta a los elementos como las demás manadas, su supervivencia era la única prioridad viable. De nuestros sentidos —indudablemente más aguzados, simbióticos y reactivos que hoy día—, predominaba el oído sobre la vista, como corresponde en la oscuridad a quien no ha domado el fuego. De la acuidad perceptiva dependía la vida, midiéndose sin tregua a todo tipo de peligros y adversidades. Al establecerse un pacto social con funciones definidas y complementarias, la seguridad le fue asignada a un vigía, con lo cual la tribu emergió de un estado de alerta permanente y, libre de los grilletes cognitivos de la supervivencia primal, dispuso por fin del tiempo y de la energía para ejercer el pensamiento abstracto.

La modernidad conductual es, en gran medida, un producto de la capacidad de abstracción, que permite ordenar, simplificar y reensamblar la información captada y otorga el ingenio para proyectar a futuro. La reflexión, al hallarse delimitada como función humana, adquirió un impulso importante como motor de sociedad, catalizando su ingeniería, fraguando su cultura y consolidando sus arquetipos. Según nuestra potestad de incidir en el entorno ha ido en aumento exponencial, hemos explorado áreas cada vez más complejas del conocimiento mientras nos asentábamos en un rol deífico difícilmente sostenible. Abstraídos de nuestras circunstancias, expuestos a amenazas globales y depuestos de nuestras funciones por conveniencia del pecunio, venimos recayendo progresivamente en las formas tribales de antaño, retrogradando nuestra capacidad de abstracción y, con ello, atrofiando nuestra facultad de resolver la actual encrucijada.

La irresponsabilidad cultural y espiritual que exhibimos sin tapujos se extiende a todos los pueblos, géneros, edades y estratos sociales. Los políticos y los banqueros, como gerentes autoproclamados de nuestros destinos inmediatos y detentores del “monopolio de la violencia legítima” descrito por Max Weber, nos imponen una inseguridad ubicua —real o imaginada— que rige nuestras vidas. Medios y redes sociales amplifican estos peligros, sobreexponiendo la amígdala hasta desensibilizarla y desgastando el sistema nervioso. Sujetas a una brutal polarización masivamente difundida y subvencionada por el poder, las comunidades se desagregan, rebajándose a ser tribus y perdiendo su estatus reflexivo. El pensamiento abstracto desaparece de entre nuestras herramientas en el momento en que más lo necesitamos, lo cual no es ninguna coincidencia.

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