Año 1968, colegio de bachillerato Universidad Libre, en el que Antonio Mora Vélez fue mi profesor de filosofía, no dejaba pasar una clase sin comentar apartes del cuento de ciencia ficción que escribía. Años después, leyendo Glitza, encontré las extraordinarias fantasías tecnológicas con las que nos encantaba, introduciéndonos en profundos conocimientos de la física especulativa, que ponían a volar la imaginación. En su primera obra describe artefactos todavía no desarrollados para esa época, como video llamadas desde dispositivos personales. Había centrado su cuento en lo fascinante de la teoría de la relatividad del espacio/tiempo y la velocidad de la luz (Einstein).
En ese cuento, el tiempo corre desigualmente en dos lugares diferentes del cosmos, determinando que al regresar a tierra el cosmonauta no encuentra a su amada Glitza, en cambio es recibido por una descendiente de tercera generación, desarrollada utilizando tecnología genética, en la que se habían reproducido todos los rasgos físicos y los atributos de personalidad idénticos a la original, todo dispuesto por la novia con el fin de cumplir póstumamente con su promesa de amor, emitida antes de la partida de Vernon al espacio.
En ese momento se disiparon las sospechas sobre Toño, quedamos convencidos de que realmente no era un extraterrestre infiltrado, al que algunos estudiantes seguíamos después de clases pretendiendo que era demasiado erudito, con conocimientos avanzados en física para ser terrícola. El remate confirmatorio que no era un ser intergaláctico como el Capitán Spock de Star Treck, fue descubrir que Toño Mora era todo un romántico aún cuando no lo aparentara.
Militó en la JUCO, pero anotaba que cuando un camarada le dijo: “Hay que combinar todas las forma de lucha”, él respondió: “Si lo hacemos, la burguesía hará lo mismo y no quedará títere sin cabeza, pretendo conservar la mía”. Acompañó después al MRL y a Carlos Galán en su propuesta. Escuché por primera vez en su clase hablar de Tales de Mileto, Heráclito y Demócrito, y sobre Orwells y Asimov en ciencia ficción. Interés genealógicamente contagioso, acabo de recibir al regreso de Boston de Nohora, la menor de mis hijas, el interesante libro de Carlo Rovelli “El orden del tiempo”, que estoy tratando de digerir.
A su esposa y descendientes, les digo que Antonio Mora no ha muerto, sigue viviendo en cada uno de sus lectores y en quienes tuvimos la fortuna de ser sus alumnos, en los circuitos de redes neuronales que vibran con él en cierta longitud de onda cada vez que evocamos los misterios del cosmos. Imaginémoslo viajando por galaxias en forma de bucles de campos de energía secuenciados en otra dimensión del tiempo, como una inteligencia sin forma material experimentando las leyes universales del amor infinito.

