Mi padre, desde joven, entendió la fragilidad de la vida. Quizá por ello la embellecía con música, versos y pasión. Vivió muchas pérdidas de amigos y camaradas que lucharon por una causa justa. Siempre rompió esquemas y fue un catalizador de cambios. Sin embargo, en su entorno nunca fue comprendido del todo.
Con “saudade”, me decía: “ay, mi chiquita que ya se me hizo grande”. “Saudade”, en portugués, expresa el sentimiento de profunda añoranza y nostalgia por aquello que se ama y no se tiene cerca. Fue un hombre alegre pero, a la vez, nostálgico. La intensidad emocional con que vivió lo impulsó a seguir adelante, contra toda adversidad.
Lo que más recuerdo es su extraordinaria complicidad. Fue mi amigo y un padre único. Nunca me limitó; por el contrario, me daba cuerda, a pesar de ser su “chiquita”. Era feminista, amante de las mujeres. Cómplice de mis secretos más profundos, me aconsejaba sin juzgar. Me guió con su mano cogiendo la mía hasta el día en que murió, cuando seguí sintiendo la memoria de su mano apretando la mía mientras lloraba en mi cama, en Estocolmo, donde vivo hace 13 años. Sentí su mano viva en la distancia y aún la siento, acompañándome. Esas manos ásperas y calientitas que, hasta el día de su muerte, conservaron esa calidez, advertida tres horas después por la doctora que certificó su partida. Ese fue mi padre: una persona con una energía vital inusual, que irradiaba ternura y contagiaba al que se cruzara en su camino.
Guardaré en mi memoria aquellos trayectos inolvidables en que, mientras manejaba, le invitaba cantar y bailar juntos, al tiempo que le hacía videos y, como buen cómplice, me seguía. Y nuestras salidas a rumbear juntos, ¡cómo olvidarlas! Se llevaba a su chiquita para que aprendiera a gozar de la vida junto con sus amigos, todos contemporáneos. ¡Era bello! Lo daba a todo y se entregaba a todos porque su motor siempre fue la poderosa fuerza del amor y de la libertad.
El día de su funeral, en la fiesta de partida, escuché a uno de sus compañeros del M-19 dedicando a su amigo “Rafael, el anarquista”, unos versos de J. A. Goytisolo. Era la canción de cuna que los compañeros del Eme le cantaban a sus hijos e hijas. En el momento en que la escuché, sin saber que la recordaba, canté esas estrofas que tantas noches arrullaron mis sueños: “Érase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas estas cosas había una vez, cuando yo soñaba un mundo al revés”. Entendí, 38 años después, que con esos versos revolucionarios nos estaban preparando para, igual que ellos, convertirnos en gestores del cambio.