Cada una de las baldosas de esta casa guarda, celosamente, nuestras voces, rostros, penurias y alegrías desde cuando los maletines de mis tres hijos rebosaban de tareas inconclusas, nidos de mariposas, sacapuntas, lápices de colores y esos sentimientos, señor comisionista, no están en subasta.
Sé que ahora el nido luce vacío pero conservo la esperanza de abrir las puertas de las alcobas y que alguno de los muchachos esté arropado, de pies a cabeza, con las ventanas herméticamente cerradas para dormir sin retenes más allá del medio día.
Si alguna vez quedo ciego, recorrería mi cueva un millón de veces, sin tropezar ningún adorno de porcelana, esos que mi mujer consiente y frota cual lámpara de Aladino.
En aquella esquina reposa la Sagrada Biblia, con sus brazos abiertos en los Salmos protectores; la sombra dulce es regalo del palo de mango, el jazmín de Carmencita y el mentol ancestral, de la Caraña. Esta mesa, ahora solitaria, rinde homenaje a los abuelos ausentes, al pan aliñado con la generosidad que no conoce de relojes ni calendarios.
Esta casa, cargada de recuerdos, no se vende. Nos quedó grande, ya lo sé, pero es tan liviana que la llevaremos cargada en el alma, y cuando llega la noche y acecha, como ahora, la desesperanza es guardián de la hoguera que jamás se apaga.
Le aseguro que en ningún otro lugar caben juntos tantos recuerdos, tampoco la alegría de mantener intactos sus ventanales y las puertas sin candados para que, cuando alguno regrese en medio de tempestades o vencido en la batalla, encuentre la mesa servida, las sábanas limpias, su almohada alcahueta y los brazos sanadores de su madre.
Por ahí anda el caballito de acero con sus cascos desinflados, esperando el retorno de los infatigables jinetes, para llevarlos al País de las Maravillas, dispuestos a cazar dragones y serpientes aladas.
Iguanas y torcazas desayunamos en el mismo plato escuchando música y noticias desgranados de mi radiecito de pilas, luego se marchan a cumplir sus labores sobre los columpios de los árboles.
¿Y qué decir de los vecinos? Esa otra familia regaló la vida: manos y corazones remando sin fatigarse, arrojando anclas de sosiego y encendiendo luces para anticipar el día.
No insista señor, esta casa no se vende pues en el mismo instante moriría de tristeza y, de todas formas, me quedaría a vivir aquí, eternamente, como manso y taciturno fantasma y los fantasmas no pagamos arriendo.