No veo nada más retrógrado en el país que lo judicial. Siguen literalmente anclados al pasado: el léxico, las formas y los procedimientos, por citar solo tres.
En lo que respecta al léxico, todavía, y con asombrosa frecuencia, se recurre al latín, o a expresiones extrañas en el diario discurrir del ciudadano, como folio, inciso, parágrafo, auto y otras. En general leer documentos legales es en extremo difícil. Por mucho que se esfuercen sus redactores en hacer amena la lectura –¿será que lo intentan?– y en evitar interpretaciones erradas, no lo logran. Se debe al menos, a dos razones diferentes. La primera, problemas de estructura y redacción: por ejemplo, se repiten párrafos enteros que sólo se diferencian en un término imperceptible para el lector, pudiendo diferenciarlos en uno solo; o se repiten expresiones largas, como desagregar los individuos según el género, la etnia, la religión o sus preferencias frente al sexo, entre otras diferenciaciones innecesarias, que bien se podrían reemplazar por una sigla desde un inicio, mejorando la ‘lecturabilidad’.
Se podría decir, por ejemplo, SSPD, en lugar de repetir Superintendencia de Servicios Públicos Domiciliarios, o LGBT sin desarrollar la sigla cada vez que se requiera usarlo. El caso extremo de este mal uso de lenguaje, y de irrespeto al lector, lo es el Acuerdo de Paz con las Farc.
La segunda, son las referencias que encadenan el texto de una norma a otra, y a otra, y otra, como quien baja una escalera de varios escalones para ver el fondo, haciéndosele imposible al lector mantener el hilo de lo que se lee. En su lugar, se podría presentar el espíritu de ellas en el texto principal, y colocarlas sólo como citas optativas, que enriquezcan el escrito, pero no necesarias para su comprensión. Parto del principio de que quién se expresa, verbalmente o por escrito, lo hace para comunicarse, es decir, para hacerse entender, no para lucirse, o entretener (caso de la farándula); ni para enredar, engañar o manipular.
Y en las formas, no abandonan el obsoleto papel de oficio, los anaqueles repletos de carpetas, el trato distante pero cómplice, y los poderes absolutos que le exige el abogado al cliente, que los jueces deberían limitar a lo esencial. Y en los procedimientos, ni se diga: hay que notificarse, es decir, darse por enterado presencialmente, siendo que la exigencia de tal tramite se le notifica por correo, e iguales consecuencias tendría que se extraviara el uno o el otro. Lo utilizan las instituciones públicas, y hasta las empresas al responder derechos de petición.
Una reforma a la justicia, por lo tanto, no puede pensarse solo con relación a las altas cortes; debe ser un ‘revolcón total’, como el de Cesar Gaviria con la economía; comenzando por las instituciones que forman abogados. Pero ¿cómo y quién podría llevar a cabo esa tarea?
*Ing. Electrónico, MBA.